Miguel Ángel Meza
Con una magnífica secuencia inicial —ejecución perfecta de la sorpresa—, con un espacio de sugerencias inquietantes —un cubo de enormes dimensiones multiplicado misteriosamente, campo minado que extermina a sus habitantes— y una propuesta temática que hace suponer reflexiones metafísicas alucinantes —alegoría de la locura de Dios o metáfora del absurdo de la vida o símbolo ominoso de la indiferencia de los mecanismos secretos de la existencia—, el espectador tiene derecho a esperar de El Cubo (Canadá, 1997) una excelente película de ciencia ficción; y sin embargo, queda al final un tanto decepcionado porque la realización, el guión y los personajes no se dimensionaron al nivel de las enormes posibilidades de la cinta.
Sin recurrir a efectos especiales espectaculares, sin contar en el reparto con actores de renombre y con un bajísimo presupuesto (el decorado es el mismo, con algunas variaciones cromáticas), la película consigue crear, no obstante, una atmósfera de inminencias misteriosas, que inicialmente funciona porque genera en el espectador la sensación opresiva y asfixiante que afecta a los personajes, quienes, sin explicación alguna, se encuentran atrapados en un cubo gigantesco y agresor del cual intentarán escapar a lo largo de la cinta. Esta mínima anécdota, que tiene referentes ilustres (el absurdo de Kafka, los laberintos de Borges), otros no tan ilustres pero sí más populares (algunos capítulos de La dimensión desconocida) y que como arranque funciona bien para el pacto narrativo con el espectador, no es suficiente si no se apoya en diálogos fluidos, en una intriga original o en personajes menos planos a los presentados.
El acartonamiento de algunos diálogos, así, casi logra aflojar la tensión creada en algunos momentos, y los personajes pronto caen en esquemas visiblemente calculados que, por lo mismo, proyectan imágenes maniqueas de seres humanos previsibles: el nihilista resignado, apático, pesimista, que finalmente extrae su fondo de bondad y se convierte en el héroe de la historia; la amargada profesionista solterona que se enfrenta a un policía negro de carácter irascible convertido en caricatura fascistoide; la aterrorizada joven increíblemente convertida de pronto en genio matemático de cuyos cálculos depende la suerte de los demás; y, finalmente, un jovencito aparentemente discapacitado que posee una inteligencia privilegiada y cuyo destino final ofrece una suerte de moraleja acerca de las posibilidades infinitas del ser humano.
No obstante lo anterior, la película resulta efectiva porque consigue un suspenso sostenido y perturbador que inquieta al cinéfilo, no por la intriga entre los personajes —previsible porque aporta solamente la confirmación de la sentencia: “El infierno son los otros”—, sino por la proyección fantástica de un mecanismo ciego de precisión infernal, activado en cubos gigantescos, unos dentro de otros, que en realidad son trampas hipersensibles a los sonidos, olores y movimientos de quienes los atraviesan. Este campo de exterminio implacable fascina por su origen enigmático, un origen que genera en los personajes preguntas inquietantes por la actualidad de sus especulaciones: el mecanismo fue creado por una inteligencia extraterrestre o fue diseñado por un millonario ocioso y perverso o es la expresión refinada de una tortura creada por regímenes totalitarios.
Premiada en el festival español de cine fantástico y de ciencia ficción (Sitges 98), proyectada con singular éxito en el Festival Internacional de Cine Ciencia Ficción y Fantasía (Mecyf 98), El cubo, primer largometraje del joven realizador Vicenzo Natali, es, no obstante sus limitaciones, una cinta altamente disfrutable que por supuesto no hay que dejar de ver.