Humo sagrado

Miguel Ángel Meza

En Humo sagrado (Holy Smoke, 1999), la interesante cineasta neozelandesa Jane Campion continúa su reflexión acerca de la circunstancia femenina en una cultura masculina que defiende valores autoritarios, y se muestra fiel a este tema que ha abordado con desiguales resultados en dos películas anteriores: la inolvidable El piano (Palma de Oro en Cannes en 1993) y la atractiva aunque inconstante Retrato de una dama (1997, basada en su lectura de la novela homónima de Henry James). Ahora, en Humo sagrado Campion explora la condición de la mujer contemporánea a través del retrato de una joven impulsiva y apasionada, obligada a renunciar a la elección que ha tomado para darle sentido a su vida y satisfacer su necesidad de trascendencia.

La película en realidad se divide en dos partes. La primera —que funciona como preámbulo— describe el momento en que Ruth (Kate Winslet) cae bajo el influjo de uno de los tantos gurús que pululan en una India misteriosa y tercermundista, y descubre el misticismo populista en ese país, en un colorido itinerario que por fortuna termina pronto, pues el lenguaje visual de la directora se regodea a veces en la imagen de folleto turístico. Alarmada por la hija descarriada, la exótica familia de Ruth, supersticiosa e ignorante, extraña mezcla de lo liberal y lo conservador, entre provinciana y cosmopolita, contrata a un desprogramador (exiter) norteamericano (un Harvey Keitel increíble en su atuendo de botas y cabello teñido), especialista en terapias para revertir el misticismo fanático de individuos como Ruth.

Una vez planteada esta larga introducción, comienza realmente a desarrollarse el tema que interesa a Campion (autora por cierto del guión): la lucha de poder entre dos actitudes ante la vida —la de Ruth, quien busca reivindicar su derecho a expresarse como individuo, y la del moderno exorcista, quien trata de imponer la razón occidental, autoritaria y superficial—. El regreso de Ruth al seno “inmaculado” de la familia, la represión de su derecho a la diferencia y la quema de su hari —símbolo de la derrota aparente de la heroína— dan pie al inicio de un juego de seducción (el humo sagrado al que alude el título) cuyos efectos resultan impredecibles.

La joven es implacable en la sutil venganza: envuelto en el humo sagrado de Ruth, el seductor otoñal se vuelve guiñapo de la pasión y caricatura de un viejo enamorado como adolescente. La imagen que lo muestra vestido de mujer y con labios pintarrajeados, persiguiendo por el desierto a una joven que lo desprecia (en una escena que recuerda al profesor Unrat y su atuendo de payaso El Ángel Azul), constituye un magnífico símbolo de la razón humillada y el caos introducido en el esquema patriarcal de occidente. Ilustra, además, una irónica sugerencia de Campion: el éxtasis religioso y el éxtasis erótico comparten sin duda límites borrosos.

Aunque deja demasiado abierto el final y no resuelve la interrogante esencial planteada al inicio —¿qué pasa con el deseo de trascendencia de Ruth y su experiencia mística?—, Humo sagrado es una memorable película, ejemplo de buen cine de autor, coherente y propositivo, que deja entrever la madurez y la evolución de una cineasta comprometida en su indagación no feminista del eterno femenino en sociedades que aún asfixian los derechos de las mujeres a expresarse como individuos.

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