Miguel Ángel Meza
Más allá de la historia que se articula en la última novela de Gabriel García Márquez —la de un nonagenario que decide celebrar su cumpleaños con una noche de placer en compañía de una adolescente virgen—, Memoria de mis putas tristes (Editorial Diana, 2004) presenta virtudes temáticas y estilísticas que logran que esta breve obra se lea como deben leerse las historias bien contadas: con un gozo en vilo sin interrupciones.
El tratamiento del tema de la vejez y sus dilemas entre el ser y el parecer; el despliegue del mundo del personaje, que se niega a caducar ante las urgencias del progreso; el retrato del protagonista, cuyos hábitos delinean el perfil de un ser a ratos achacoso y maniático, a ratos nostálgico y tierno, todo esto se nos narra con el encanto de una prosa ágil que logra momentos brillantes.
Es cierto, la historia en sí, con su tema de amor platónico entre un anciano y una adolescente de catorce años, ofrece aristas que aún lastiman la sensibilidad de lectoras sumamente refractarias a la más mínima exacerbación de indicios pedofílicos (ver, por ejemplo, la reacción visceral del feminismo colombiano —y mexicano— que pidió el retiro de la obra en su momento y exigió del autor una disculpa por lo que consideraron una “insultante” promoción de la pedofilia).
El anciano de esta novela, ejemplar glorificación de una vejez juvenil, tiene el valor suficiente para reconocer los estragos de la edad —en el espíritu (y, sobre todo, en el cuerpo)—, pero también el gusto necesario para disfrutar las bondades de la sabiduría que los años le acarrean. Si bien admite iniciales síntomas de vejez cuando nota “los primeros huecos de la memoria”, celebra el triunfo de la vida que hace “que la memoria de los viejos se pierda para las cosas que no son esenciales, pero que raras veces falle para las que de verdad nos interesan”.
Todos los días, además, debe batallar para aceptar dos realidades que se oponen permanentemente y que le recuerdan el transcurrir del tiempo. Por un lado, se percibe como un espíritu jovial que goza con “los riesgos del estar vivo” a esta edad; y, por otro, recibe desde fuera, desde los espejos que lo reflejan, desde los otros seres que se la muestran, la constatación continua de una imagen de un viejo de noventa años con miedo a morir: “…me miré en las vitrinas iluminadas y no me vi como me sentía, sino más viejo y peor vestido”.
Memoria de mis putas tristes es una historia de amor, aunque se nos quiera vender como el relato de la sexualidad de un anciano. Es la aventura del aprendizaje del primer amor a una edad en la que este viejo lobo de la pasión aparentemente lo sabe todo. Marcado por una decisión juvenil de no casarse ni tener hijos, el protagonista no conoce la sexualidad con amor. Y todos sus desahogos lúbricos, hasta el momento de su noche con la adolescente, han ocurrido con prostitutas:
“Nunca me he acostado con ninguna mujer sin pagarle, y a las pocas que no eran del oficio las convencí por la razón o por la fuerza de que recibieran la plata aunque fuera para botarla en la basura”.
Por eso, cuando enfrenta obstáculos en la lid pasional, reconoce con terror que ignora “las mañas de la seducción”, pues “siempre había escogido al azar las novias de una noche más por el precio que por los encantos, y hacíamos amores sin amor, medio vestidos las más de las veces y siempre en la oscuridad para imaginarnos mejores”.
Es cierto, la anécdota del “sabio triste” —encandilado por esta jovencita con la que vive noches insólitas, con esta Delgadina durmiente a la que le lee El principito, de Saint-Exupéry; los Cuentos, de Perrault; la Historia Sagrada y Las mil y una noches)— interesa en sí misma por la fascinación morbosa que genera la extraña relación y su desenlace. Sin embargo, el disfrute de la novela se debe en realidad a la recreación del mundo de este viejo, quien vive con sabiduría su soledad, quien sabe disfrutar sus aficiones (la música clásica, sus libros y su colaboración dominical en un periódico) y quien es capaz de iniciar una nueva vida “a una edad en que la mayoría de los mortales están muertos”.
La anécdota —que apenas alcanzaba quizá para un buen cuento largo y que alude a un tópico del escritor japonés Yasunari Kawabata (de El palacio de las bellas durmientes)— crece en atractivo literario debido a que el entorno del personaje ha sido recreado memoriosamente por el Nobel colombiano y ha sido trabajado con ese estilo tan suyo, tan depurado, por esa prosa típicamente garciamarquiana que conserva los rasgos distintivos que sin duda nos seducen: voluntad de originalidad en la sencillez narrativa, velocidad para desgranar la trama, y el tono de voz —con pinceladas de humor socarrón— de quien goza contando una historia para un lector que disfruta leyéndola.