Miguel Ángel Meza
Ciudades de la noche roja (Bruguera, 1981) es una perturbadora novela. No es una lectura solo placentera y divertida o exclusivamente enojosa. En todo caso es una lectura incómoda. Esas páginas punzan positivamente la conciencia y lo obligan a uno a comprometerse, a aventurarse en el acto de leer una obra difícil, compleja y reveladora, pero también en cierta forma alucinante y repulsiva. William Burroughs —legendario pilar de la generación beat— traslada a la ficción sus experiencias dentro del mundo de las drogas y sus experimentos formales dentro de la literatura, y transgrede todo convencionalismo. Si en su momento su novela Almuerzo desnudo fue detenida por los editores debido a su crudo y agresivo lenguaje, hoy podemos decir que estas características —no sujetas ya a ningún tipo de censura— aún ponen a prueba nuestra experiencia como lectores. Abiertamente homosexual, adicto a la heroína durante quince años, leyenda viva, y tal vez el único poeta maldito que aún vivía en aquella década, Burroughs resulta a veces ajeno a nuestra idiosincrasia, en todo caso por su humor típicamente norteamericano, simple y plano, por su estilo cargante y repetitivo. Y sin embargo, reconocemos que esta reiteración no es una falla en nuestro autor: es una alegoría de nuestras sociedades modernas. El universo caótico del autor de Junkie es sumamente desconcertante. Lo es, porque adivinamos su trasfondo de realidad. Es un universo poblado por enfermos y desenfrenados, intoxicados por varios tipos de drogas, desde la morfina, el opio y la marihuana, hasta la frivolidad y los enajenantes lugares comunes de la vida moderna. Son seres dominados por la violencia sexual, el culto a lo grotesco y lo absurdo, de lo cual la novela resulta una implacable denuncia. Desde este punto de vista, la obra de Burroughs es válida por lo que respecta a su cruda sátira del neocapitalismo de empresa, salvaje y deshumanizado, y por su absoluto desprecio a todo tipo de ideologías. Es, así, una parodia exacta de muchos aspectos del mundo contemporáneo, específicamente del estadounidense. William Burroughs, quien falleció el 2 de agosto de 1997, fue uno de los escritores con más fuerza del siglo XX. Figura de culto de la generación beat (y el último genio vivo de ese grupo marginal, según Norman Mailer), su ruptura con el estilo tradicional de narrar tiene las audacias de Gertrude Stein y James Joyce, autores con los que está en deuda. Los experimentos multiespaciales y atemporales, el traslado de la acción en el tiempo sin ninguna explicación o referencia, sus monólogos interiores, desquiciados y dadaístas, su de-significación de la frase, sus descripciones surrealistas y el empleo de la técnica denominada por él “fragmentación o cortado” (cut up) y “plegado” (fold in) hacen de la lectura de esta novela un viaje literario pasmoso pero ingrato. Entrar en el ámbito del Almuerzo desnudo, Nova Express o estas Ciudades de la noche roja —libros fascinantes y estremecedores, sobre todo el primero— es a ratos atosigante. Por ejemplo, en Ciudades de la noche roja la muestra continua de violencia erótica tiene como centro la identificación entre clímax sexual y espasmo de muerte. Para los personajes de Burroughs, la eyaculación ideal es el orgasmo póstumo de un ahorcado. La descripción de un mundo que se droga permanentemente parece evidenciar la desesperación por encontrar salidas hacia la subsistencia espiritual como una forma de evadir el malestar en la cultura y eludir a la vez la convivencia manipulada y la socialización dirigida, presentes en la sociedad norteamericana actual. La homosexualidad masculina explícita y promiscua no oculta el odio hacia los genitales femeninos (sólo hay en alguna parte de este libro un leve esbozo de relación heterosexual) y sí en cambio exhibe un culto fálico dominado por rituales de gigantismo y extravagancia. La omnipresencia de un poder totalitario e irracional (expresado en cualesquiera de sus tiranías: médica, psiquiátrica, política, científica, religiosa y policíaca) se manifiesta como una fuerza ciega que domina y condiciona nuestros actos y hace inútil todo intento de rebelión y pueril toda creencia en alguna utopía libertaria. En suma, estos son algunos de los temas que desvelaron a este autor, centro excéntrico de una generación que golpeó la conciencia de su tiempo, y determinan su estado de ánimo subyugado por la conciencia de la muerte de Dios, la desesperanza irónica en los poderes tecnológicos y un nihilismo espectacular. (Reseña publicada en 1997 en La Crónica de Cancún).