Miguel Ángel Meza
Cuando uno concluye la lectura de El dedo de oro (1996), de Guillermo Sheridan, reconoce el poder sanador de la risa. La fuerza catalizadora —al recibir con humor sardónico, sarcástico o simplemente burlón temas como el de la corrupción política en México y toda su parafernalia de simulación y engaño— hace gratificante el duro camino hacia la comprensión de un ritual de poder ya insostenible, y ofrece —mediante la caricatura— una terrible lección moral al enfrentarnos al espejo de nuestras taras sociales, de nuestras inercias de lenguaje, de nuestra apatía ante las desmesuras ridículas de un sistema que ha dañado gravemente la vida democrática de la nación. Al escribir una divertidísima obra maestra de humor satírico, farsa político-social y crítica mordaz y demoledora de usos, vicios y costumbres del poder en México en el siglo xx, Sheridan muestra igualmente su afiliación a la vertiente apocalíptica en la literatura mexicana. Esta vertiente identifica el fin de milenio con el punto culminante de una transición dolorosa de rasgos cataclísmicos, aspecto tratado ya por Carlos Fuentes, Homero Aridjis y Paco Ignacio Taibo II, entre otros. Desde este punto de vista, la visión futurista de la ciudad de México en el 2029 —año en que se ubica el arranque de esta delirante aventura— se tiñe de colores sombríos, pesimistas y catastrofistas. No de otra manera se pueden calificar los simbolismos encerrados en esta novela, que, por la forma de proyectar su universo, oscila entre el cómic barroco y el delirio desbordado de la ciencia ficción política. Léase, si no, ese impresionante pasaje de autofagia escenificado por Fierro Ferráez, el vejestorio jerarca protagonista; o aquel otro en que éste deambula por el subterráneo del Palacio Nacional y el Zócalo, en una cloaca de mierda y cadáveres (lo cual hace evidente el aire escatológico que permea toda la obra), o aquel en que los personajes de los murales de ese edificio cobran vida y deciden buscar otras paredes donde representar con dignidad su figuración plástica e histórica. O aquel otro en donde se explica que Europa, Estados Unidos y Japón se han cobrado con territorio y por la fuerza sus deudas correspondientes, y ahora México se ha achicado tanto que su nueva realidad geográfica (sin Baja California ni Yucatán) ha alterado la vida económica y social del país de manera caótica. Desde este enfoque, la ciudad de México dividida en Ciudad Alta y Ciudad Baja por una espesa capa de materia contaminante que impide el paso del sol, remite sin duda a una realidad posible: la catástrofe ecológica debido a una inversión térmica; y, por otro, a la abismal división entre la grosera riqueza de unos cuantos y la obscena miseria de una población dominada por un longevo líder de 130 años. En efecto, el Líder Nato se niega a morir haciéndose realizar todo tipo de cirugías e implantes que lo vuelven monstruosamente eterno. Esta aberración física tiene su correspondencia histórica evidente en las transformaciones reaccionarias del partido en el poder: mantener a toda costa el status quo ad infintum; es decir, cambiando constantemente para que nada cambie. Ya no importa si Fidel Velázquez, la referencia histórica del personaje, ha desaparecido: el simbolismo es insultantemente actual. En El dedo de oro se realiza la más radical caricaturización del lenguaje políticamente correcto —que ha impedido una real comunicación entre los hombres del poder y la sociedad civil—; se reproduce con genialidad el habla de los diversos sectores sociales —jugando con el argot y todo tipo de onomatopeyas—, y se refleja el acento idiomático de un gringo, una uruguaya y un cubano, creando situaciones de enorme comicidad. Este humor se vincula con la mejor tradición de la comedia en México, desde el estilo de ciertos cómicos de cine (Cantinflas, Tin Tan y compañía), pasando por el albur del teatro de carpa (Palillo, por supuesto) hasta llegar a los pares literarios de esta novela: Rabelais (Gargantúa y Pantagruel); Lawrence Sterne (Las aventuras de Tristan Shandy) y, en México, Ibargüengoitia y, más recientemente, Óscar de la Borbolla, sobre todo por lo grotesco de ciertos pasajes de humor esperpéntico. A pesar de su extensión —350 páginas que solo se justifican por su vertiginosa acción, pero no conceptualmente ni por su intriga: la de una comedia de aventuras sencilla—, El dedo de oro es una novela memorable que no debe perderse ningún lector, especialmente los políticos y los periodistas. Su portentosa imaginación, su feroz parodia del poder y su inigualable sentido del humor, han dado por resultado tal vez la mejor novela de la literatura humorística escrita en el México de fin de milenio. (Reseña publicada en 1999 en Novedades de Quintana Roo).