Miguel Ángel Meza
La novela póstuma de Albert Camus, El primer hombre (Tusquets, 1994), es la narración de una búsqueda desesperanzada y la constatación de una certeza generosa. Es la búsqueda de una escurridiza imagen paterna y la constatación de que, al faltar aquélla y volverse irrecuperable, uno debe entender la propia infancia no sólo como un espacio vital, de pronto determinante, sino como un terreno resbaladizo donde se forja la propia conducta y la propia tradición, en la soledad, sin el abrigo paterno. Al indagar el origen del primer hombre —el padre—, el ahora adulto Jacques descubre que, en su caso, el primer hombre es precisamente él, el hijo. Descubre, asimismo, que al haber crecido sin tradiciones, en la pobreza más extrema y prácticamente sin formación familiar, lo único que le queda como individuo es “esa fuerza oscura del ser” que se agita en lo más profundo de nosotros mismos y que nos alza, aun en las circunstancias más adversas, para vivir “allí donde toda vida parecía imposible”. Esta novela —que presenta a un Camus desconocido, más humilde, más entrañable, mucho más cercano que en sus otros escritos— fue encontrada entre los escombros del automóvil en el cual el escritor francés perdió la vida en 1960. Se trataba de un manuscrito que presentaba la forma de una novela, pero al cual sobraban aristas estilísticas que decantar. La hija del escritor, Catherine Camus, rescató y guardó el manuscrito durante más de treinta años, dudando acerca de su publicación, hasta que decidió darlo a conocer en 1994. La sorpresa fue contundente: una novela inconclusa, escrita décadas atrás, se convertía después en un éxito editorial y en una verdadera revelación para la crítica. La obra es, en realidad, el relato de la propia niñez del también dramaturgo y pensador francés. El primer hombre es, por tanto, una biografía novelada de la infancia de Camus. Ahí está descrito, con puntual honestidad y en tono casi elegíaco, el mundo familiar de aquel que con el tiempo habría de convertirse en Premio Nobel de Literatura. Asistimos a ese ambiente de sórdida pobreza, en donde se incubó su infancia, sólo para admirarnos más de cómo, en un medio tan adverso, pudo desarrollarse una de las mentes más lúcidas de mediados de siglo . Los temas de la pobreza, el desarraigo y la incomunicación familiar son leitmotiv que a lo largo del libro resuenan con fuerza perturbadora, como un fondo musical amenazador dispuesto a cubrir los matices más optimistas del relato. De ahí, la nostalgia, los tonos grises que emanan de esta bella y morosa novela, de estilo clásico. Huérfano de padre —muerto en el frente de guerra al año siguiente al nacimiento del niño—, con una madre analfabeta —que mantiene a la familia laborando como empleada doméstica—, el niño Jacques-Camus debe enfrentar la estricta disciplina de una abuela autoritaria y el áspero cariño de un tío sordo e ignorante. Ante situación tan adversa, el niño Camus, “con su sangre joven y fragorosa, un apetito de vida devorador y una inteligencia arisca y ávida”, trata de comprender y asimilar el misterio de un mundo desconocido y busca con valentía su lugar en esta vida, “con buena voluntad y sin bajeza”. Una paradoja y una amarga ironía de la propia vida se prefiguran en las últimas líneas de esta sobria narración. Cuando Camus declaró a un periodista, meses antes de su muerte, que su obra estaba aún por hacerse —él, que ya para entonces había escrito tres de las obras fundamentales de este siglo: El extranjero, La peste, El mito de Sísifo— seguramente pensaba en ese manuscrito que guardaba celosamente en su cartera al momento de morir. Cuando escribió la parte final de esta sorpresiva novela, aquella parte en donde expresa con hermosa lucidez sus ganas de vivir, su pasión de vivir enfrentada a todas las formas de la aniquilación total, no imaginaba que el absurdo en forma de accidente automovilístico lo esperaba en una carretera de París. A él, que había expresado en El mito de Sísifo, con esperanzadora reflexión, que el compromiso ético del individuo, para enfrentar precisamente a este absurdo, era vivir más y más, aun en el filo mismo del sinsentido, para encontrar, en esa fuerza oscura de la vida, “razones para vivir, para envejecer y morir sin rebeldía”. (Publicada en abril de 1995 en La Crónica de Cancún).