El santo que hizo el mal y lo hizo muy bien

 

Miguel Ángel Meza

El arte de la brevedad no es necesariamente expresión de sencillez. Hay textos que desmienten, en su explícita concisión, su aparente superficialidad y despliegan enorme riqueza de significados. Los demonios de la lengua (Joaquín Mortiz, 1987), de Alberto Ruy Sánchez, pertenece a esta categoría. Sus cincuenta páginas efectivas compendian temas por demás complejos y ambiguos. El tormento de la duda y la transgresión, la mezcla del deseo y el misticismo, y las paradojas del bien y del mal, son ejes temáticos alrededor de los cuales el libro narra una anécdota aparentemente simple: la historia de un predicador jesuita que confundía éxtasis eróticos con éxtasis divinos. Para desarrollar su relato, Alberto Ruy Sánchez (ganador del Premio Xavier Villaurrutia en 1987 por Los nombres del aire) echa mano de un recurso literario utilizado ya antes por otros autores. Por ejemplo, Jean Potocki, en Manuscrito encontrado en Zaragoza; y, en general, por aquellos que practican la novela epistolar en donde se presentan documentos o cartas hallados por accidente o remitidos de manera extraña. En Los demonios de la lengua el autor cuenta —en la Advertencia que abre el volumen— que ha traducido unos papeles que le fueron confiados por un librero parisino. Estos papeles forman parte de un tratado de demonología que ilustra casos juzgados por el tribunal de la Inquisición, y que, por su forma, constituyen asimismo una velada crítica al Santo Oficio. El único texto que Ruy Sánchez —narrador-presentador— muestra al lector, Los demonios de la lengua, es un fragmento de ese tratado atribuido a Juan Antonio Llorente, personaje histórico que vivió a finales del siglo xviii. Con este pacto narrativo Ruy Sánchez se aleja de su ficción al situarse como intermediario entre ésta y el lector, crea una sensación de misterio y consigue darle a su relato una categoría de historicidad: quien narra el “caso” es Llorente. Recuérdese que Ruy Sánchez, antes que fabulador ha sido un acucioso ensayista, lo que quizá justifica la fórmula elegida: un ensayo introductorio que explica el texto que leerá el lector. Juan Antonio Llorente —retratado por Goya, amigo de Potocki y muerto en 1823— es un inquisidor atormentado por la confesiones demoníacas escuchadas a lo largo de su vida, y obsesionado por “revelar el mal que se hace haciendo el bien y el bien que esconde lo que comúnmente se piensa que es el mal”. Para superar la verdad atroz de esas confesiones redacta una especie de diario en el que vierte estas experiencias, a manera de catarsis, en un lenguaje aparentemente ininteligible. De cualquier forma, esto significa violar el secreto de confesión. Significa, también, la expresión de sus propios demonios, reflejados en aquellos casos de posesión diabólica. Una característica del inquisidor Llorente es que, a despecho de otros inquisidores de su tiempo, intentó comprender el sufrimiento de los poseídos. El caso que presenta Llorente es el de un predicador jesuita que durante un paseo nocturno presencia la aparición de un ángel. El ángel es en realidad una bella mujer que en medio de un lago copula con un cisne como parte de las misas negras que efectúan los dueños de un castillo erigido frente al convento jesuita. Este pasaje, narrado con sabiduría metafórica, es de gran sutileza por la intensa poesía que contiene. Expresa, también, la paradoja del religioso que buscando a Dios encuentra el desbordamiento del deseo: “De pronto distinguió tras la espalda del ángel un blanco cuello de cisne estirándose al viento, mientras el ángel se balanceaba como si tuviera otro cuello dentro. El jesuita, sorprendido, todavía sin descifrar claramente lo que estaba viendo, comenzó a tomar de nuevo conciencia de su cuerpo y se encontró con que tenía en la mano su propio cuello de cisne erecto, y angustiado estrangulaba su vuelo. “En la agitación que siguió dentro y fuera de sí mismo, al monje le vino la sensación de que ahí, tirado en el suelo, apuñalaba a un cisne que quería violarlo. Luego, él mismo era el cisne que violaba al ángel, y finalmente él había sido el ángel mientras desechos de nube vieja le habían caído en las manos”. A partir de entonces el confesor jesuita experimenta sueños húmedos y concluye que es depositario de una verdad divina. El padre Girad, un anciano miembro de la comunidad religiosa, revela al joven prelado la verdad y le descubre la doble corrupción de aquellas prácticas, necesarias, sin embargo, para desahogar los naturales deseos carnales de los jóvenes religiosos: se han comercializado —lamenta— pues ahora hasta se cobra por participar en ellas, y las autoridades del convento las han monopolizado, pues son quienes pueden pagarlas. El joven confesor se atormenta, cae enfermo, y la duda atenaza su corazón: ¿era posible que aquel fuego en su vientre hubiese sido puesto ahí, no por Dios sino por el Diablo? ¿Era posible que el demonio lo hubiera llevado tan lejos de la senda divina? La ironía y la ambigüedad trazan el final de este absorbente relato. “Obsesionado con la idea de que su condena era irremediable, y de que los poseídos por el mal deben hacer el mal para no alterar todavía más el orden instaurado por Dios”, el predicador dedica su vida a fundar mil conventos en el mundo “donde hombres y mujeres gastarían sus vidas adorando lo contrario de lo que creen adorar”. El demonio de la lengua se manifiesta en el atormentado religioso durante los sermones en los que convence a la grey de que es un hombre tocado por la gracia divina, dispuesto a hacer el bien a su comunidad. De ahí la fuerza irónica del epitafio que sobre la tumba del predicador coloca el padre Girad: “Aquí yace un Santo que hizo el Mal y lo hizo muy Bien”. Cuando apareció, Los demonios de la lengua reveló a un autor original, que se alejaba de las propuestas literarias de los ochentas y que se ubicaba al lado de escritores como Daniel Sada, Severino Salazar y Jesús Gardea, quienes han experimentado nuevos temas y nuevos tratamientos formales. Descubrió asimismo a un escritor que ha practicado un género poco usual en la narrativa mexicana: el género intermedio entre la poesía y la narrativa. Es lo que el propio autor denomina “prosa de intensidades”, aquella que “atrapa una intensidad vital y la transmite al lector”. Sin duda, Los demonios de la lengua —que además incluye un bello diseño con reproducciones de grabados de Holbein, Durero, Eisen y otros grandes ilustradores del siglo xvi— es un excelente comienzo para acercarse a este joven autor nacido en 1951, puntal indiscutible de la nueva narrativa mexicana. (Publicado en Tropo, No. 25, 2002).
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