Miguel Ángel Meza
Crónica autobiográfica de un apasionado episodio erótico vivido por el autor en 1970 en Santiago, un pueblito perdido en el estado de Durango, Diana o la cazadora solitaria (Alfaguara, 1994), del escritor mexicano Carlos Fuentes (1928), es el vívido y conmovedor retrato de una mujer excepcional cuyas actitudes, contradicciones y pensamientos resumen las inconformidades y la vitalidad de una época (la de los setenta) y las ilusiones de toda una generación, ilusiones que se resistían a morir. Primera obra de la trilogía agrupada bajo el nombre genérico Crónicas de nuestro tiempo (las otras son Aquiles o el guerrillero y el asesino y Prometeo o el precio de la libertad), Diana o la cazadora solitaria nos revela a un Carlos Fuentes entrañablemente cercano y vivo, un Fuentes de carne y hueso, dominado por una tórrida pasión, a veces patéticamente celoso, siempre consecuentemente cachondo. Al menos en esta novela se desmiente la imagen de escritor pesado, denso o demasiado intelectual que muchos lectores se habían formado acerca de este magnífico exponente de la narrativa mexicana contemporánea. Al contrario, en esta obra el autor de La región más transparente se reafirma como uno de los narradores más atractivos y, sobre todo, más disfrutables de nuestras letras. La obra narra la historia de un escritor que se enamora de una actriz de cine norteamericana, una activista política que pone a prueba su potencial pasional y romántico, y que lo obliga a colocar en el tapete de las reflexiones cuestionamientos centrales acerca del amor erótico y el amor en pareja, el matrimonio y la infidelidad, el donjuanismo y la capacidad femenina de conquista, los celos y su patético asesinato del amor, las fantasías perversas y la muerte. “¿Es posible librarse de una situación amorosa y entrar a otra sin dañar a nadie?” —se pregunta el autor al borde de la aventura—. Y más adelante, inmerso ya en ella, reflexiona: “El amor es no hacer otra cosa. El amor es olvidarse de esposos, padres, hijos, amigos, enemigos. El amor es eliminar todo cálculo, toda preocupación, toda balanza de pros y contras”. En este sentido, el libro describe con minuciosidad y en una prosa directa el paraíso de los amantes, la maravillosa singularidad de una experiencia universal y los recovecos erótico-emocionales de una relación amorosa destinada a la muerte —como todas las relaciones— pero que se esfuerza —en un loco anhelo por cazar una ilusión— en inventar a cada momento los instantes de pasión, aunque éstos no duren lo deseado, porque lo que dura es sólo la voluntad de la pasión. “Una pareja existe mientras es capaz de inventarse o porque es preferible la mierda a la soledad. El problema de la pareja es dejar de inventarse”. El autor de La muerte de Artemio Cruz plantea en este libro, entre otros temas que corren paralelos a la anécdota amorosa, uno de singular importancia: el de la identidad de un mexicano culto, occidental y refinado que cuestiona a cada momento la cultura norteamericana como un proceso de distanciamiento necesario para no dejarse absorber por el monopolio que aquel país hace de las costumbres y las mentalidades de los demás. Al respecto, la lucidez del pensador mexicano se equilibra con su capacidad narrativa para desmenuzar con sencillez inusitada aspectos esenciales de la tradición y modernidad de ambas culturas. Fuentes ilustra, por otro lado, y teniendo como víctima al propio personaje femenino, la cacería de brujas operada por el Comité de Actividades Norteamericanas entre los artistas de cine de la década de los setenta para combatir por medio de la calumnia a los partidarios de las “causas impopulares”. El espinoso dilema moral en el que se vieron implicados muchos de los delatores es tocado aquí con frialdad pero con humana comprensión: “¿qué hubiera hecho cada uno si hubiese estado en el lugar de quienes dieron nombres y arruinaron carreras?”. El creador de Aura y Cantar de ciegos confiesa su pasión por la literatura y su terror a quedarse sin tiempo para escribir y reflexiona acerca del reconocimiento a su incapacidad para reproducir fielmente, fuera del tiempo, una realidad que ocurre en el tiempo: “Esta narración lastrada por las pasiones del tiempo se derrota a sí misma porque jamás alcanza la perfección ideal de lo que se puede imaginar. Ni la desea, porque si la palabra y la realidad se identificasen, el mundo se acabaría, el universo ya no sería perfectible simplemente porque sería perfecto. La literatura es una herida por donde mana el indispensable divorcio entre las palabras y las cosas. Toda la sangre se nos puede ir por ese hoyo”. Diana o la cazadora solitaria es, en suma, la historia de la degradación física y moral de una mujer frágil y fuerte a la vez, que en la búsqueda insaciable de su propia verdad se entrega a los excesos propios de la época como un paso más en su proceso de maduración espiritual y su rebelión, y que al final de su viaje sólo encuentra la desesperanza, la soledad y el exilio interior. “La historia de Diana Soren —medita el autor al final de esta sugestiva obra— es la historia de sus soledades. Diana era una cazadora solitaria”, una incorregible cazadora de la ilusión del amor. (Publicada en junio de 1995 en La Crónica de Cancún).