Marién Espinosa Garay
Clásico en vida y “el autor más barroco del siglo XX”, Fernando del Paso fue considerado uno de los prosistas más exigentes de la literatura hispanoamericana. Narrador excepcional que experimentó con la belleza del lenguaje hasta límites nunca antes vistos en nuestras letras, el autor de José Trigo, Palinuro de México y Noticias del Imperio fue uno de los novelistas que aspiró a la construcción de obras totales. Al abordar los entresijos y grandeza de Palinuro de México, su segunda gran obra maestra, el siguiente ensayo es un mínimo homenaje a uno de los últimos escritores épicos de la narrativa mexicana.
Después de José Trigo, cualquier cosa era de esperarse. Porque Fernando del Paso, Premio Cervantes 2015, salió victorioso de aquel desgarramiento de tiempos, equilibrios y lenguajes, ya que impuso por encima de ese mosaico de claroscuros una sensibilidad descarnada, además de una percepción inédita de las cosas. El primer reconocimiento —el Premio Xavier Villaurrutia—, le concedió la razón. En 1966 aún no había nacido su Palinuro.
Entonces Del Paso se dejó llevar aún más por las urgencias de la prosa poética. Si en su primera novela había sido fiel a un argumento, aunque fragmentado, si en ella dejaba entrever una firme consciencia histórica como surco donde sembrar gentes, nombres, tiempos y paisajes, en la segunda, Palinuro de México, publicada en 1976, pareciera hacer a un lado los andamios y dejarse llevar por un océano apenas navegable. Sin embargo, en sus escenarios cambiantes, el autor nos entrega varias novelas imbricadas en una. Además, en el entramado de los tiempos apenas si se perciben el sentido y la dirección, no hay dibujos lineales en los argumentos, ni circulares, acaso saltos de mata. Este libro pareciera una cajonera gigantesca: se puede comenzar en uno u otro capítulo cualquiera, pues la historia es una constelación de cuadros que, hilvanados con paciencia, completan un cosmos. Y no se alude aquí al infinito por casualidad. Si como dicen los astrofísicos el infinito está sembrado de universos enclaustrados en las entrañas de otros firmamentos, entonces la gesta de Palinuro puede iniciar y recomenzar en cualquier parte.
Sin embargo, hay que ser perseverante: imposible leerla de un jalón. Mejor aún si se hace en desorden, de un capítulo a dos después, de adelante hacia atrás o jugando al azar, abriéndola donde los dedos lo decidan, el embrujo es el mismo desde cualquiera de sus interminables parrafadas, tan grandes que no conocen el suspiro del punto y aparte. Sin remedio, estas constelaciones de tinta transforman para siempre al incauto que se ha atrevido a internarse en ellas. Un ejemplo: el Palinuro logra, en su perfecta alquimia, que el lector se sienta traicionado en sus más prístinos prejuicios en aras de la maestría del lenguaje. Porque se encontrará asqueado ante el constante desfile de todas las excreciones humanas en rampante algarabía: asistirá a la descripción de todos los vicios, de las más asquerosas porquerías; pareciera que el cuerpo fuera un lienzo donde se trazan dibujos hiperrealistas de las miserias de la carne, viva o muerta y, sin embargo, la inaudita belleza del lenguaje, en su seducción sin escape, llevará al lector a calificar de hermoso algo así como el capítulo llamado “La cofradía del pedo flamígero”, del cual los comentarios sobran a menos que se hagan en una prosa exquisita. Quizá al final de cuentas uno de los escondidos propósitos de este alud de cuartillas primorosamente labradas es hacer alarde de esa terrible habilidad para colocar, en claroscuros, las porquerías al lado del impecable oficio de la palabra. En esta obra, Fernando del Paso se revela como un alquimista medieval que ha logrado su objetivo: convertir la mierda en oro. Y en algunos pasajes hace esto, literalmente.
Abriendo los cajones de este armario de letras encontramos al personaje —quien a veces parece escindirse en dos, hablando de sí mismo como si fuera otra persona y encarnándose en uno cada vez que se le da la gana—, mientras dirige las travesuras delictivas de sus compinches, todos estudiantes de medicina —–Fabricio y Molkas—, que orbitan el anfiteatro de los cadáveres como planetas alrededor de un sol oscuro. Otro cajoncillo nos abrirá los sentidos a la más hermosa descripción de una mujer: Estefanía, hermosa sin remedio, inocente y puta en la más feliz contradicción, la femineidad irrevocable como arquetipo. Pero hay más gavetas: el Viaje de Palinuro por las Agencias de Publicidad y otras Islas Imaginarias, donde el paisaje es ahora un desdoblamiento geográfico de las experiencias surreales donde tal vez vivió el autor algunos de sus años oscuros.
Al final, podría haber quedado esta obra como un mosaico barroco o preciosista sobre los recovecos del cuerpo y sus avatares. Pero en el penúltimo capítulo el autor abre de pronto el telón de una representación teatral esperpéntica. Los personajes de la Commedia dell´Arte aparecen hablando, entre payasadas, de un suceso descomunal, hasta entonces sin precedente: acaba de suceder una represión estudiantil orquestada por el ejército en la explanada de Palacio Nacional. Y se materializa el horror: entra desde el zaguán Palinuro herido, quien se esfuerza en subir los escalones del edificio que habita en la Plaza de Santo Domingo y, mientras se arrastra, aparecen los vecinos, que van saliendo de sus puertas numeradas comentando —en su miopía, desinterés o incredulidad—, innumerables impertinencias ante el cuerpo moribundo de un estudiante. A través de los cuadros tragicómicos, entendemos que las actuaciones de Colombina, Pantalone, Arlequín y sus comparsas corresponden a los desvaríos de la mente de Palinuro, y en estas ensoñaciones aparece también la muerte en múltiples disfraces.
La realidad y la fantasía están imbricadas. La escalera que penosamente sube el protagonista es la metáfora de la represión estudiantil, que asciende escalón a escalón, mientras se habla del bazukazo en San Ildefonso, de la Manifestación del Silencio, de las campanas de la Catedral (que tañen irreverentemente los chamacos). Y es que Palinuro —que comía un algodón de azúcar sin importarle maldita la cosa— ve pasar por las calles a los manifestantes y se contagia de la fiebre por las consignas y las pancartas, hasta que decide practicar el toreo con los tanques de los soldados. Entonces la Plaza de la Constitución se convierte en un ruedo y la protesta en una faena, que encuentra un final funesto cuando el toreador es embestido por un tanque, para ser pateado y ultimado a culatazos.
Sin embargo, después de serpentear por las calles y teñir la escalera con su sangre, Palinuro es depositado en su cama inconsciente, pero se levanta y se alza en triunfo en la parte central y más alta del escenario: “Lo que más siento, hermano, es la muerte tricolor de mi bandera, el que mi bandera haya sido planchada por los tanques…” Sobre su cabeza brilla una luz intensísima cuando Pierrot aparece montado en un columpio diciendo: “Los huesos de Palinuro le rezan a la Estrella Polar…”[1] Sin advertencia, Del paso nos ha abierto otro cajón violentamente. Entonces rebuscamos en el libro y resulta que el autor menciona en sus notas finales un poema de W.S. Merwin: Danos consuelo. El viento nos esparce / Nuestra blancura es una desordenada estela nocturna. / Resplandor solitario, sé constante sobre nosotros / que desolados fulguramos sin indicar ya el rumbo. /[2]
Si esta novela-cajonera pudiese tener raíces como un árbol, éste sería el primero: el nombre Palinuro es una referencia mitológica. El Palinuro más antiguo es el timonel que guía a la flota entera de Eneas hacia Italia en La Eneida. Personaje noble y confiable, sin embargo, ante la exigencia de Venus y Neptuno, que requieren una víctima para asegurar el arribo de las naves a puerto seguro, Somnus, dios del sueño, vence las fuerzas del piloto de la nave insignia, y el desdichado Palinuro cae al mar. Eneas se molesta al encontrar sus navíos a la deriva, toma el timón y dirige la travesía, sin saber que Palinuro es arrastrado por las olas hasta las costas de Italia donde será muerto a manos de unos rufianes. Estos desgraciados tendrán tan mala suerte después del crimen, que volverán para colocar en un túmulo los blancos huesos y, de esta manera, el espíritu de Palinuro al fin tendrá paz. Pero el poeta canta a la desolación de esos huesos, acostumbrados en vida a leer las estrellas para navegar sobre los mares, y en la muerte, a invocar al más grande faro celeste, suplicando piedad.
Así Del Paso vuelve a deslumbrarnos con sus alardes de erudición. Es imposible seguir el ritmo del portentoso acopio de referencias históricas, literarias, artísticas, aun de leyendas y mitos, así como conocimientos de medicina, biología, química, física, astronomía. La cajonera es infinita, y esconde corredores, pasadizos, venas, arterias, vasos comunicantes.
Quizá al subir a la torre en la Universidad de Glasgow, Fernando del Paso tuviera, en aquellas alturas, un asalto de las musas inspiradoras. El autor habla a través del primo Walter, quien escribe una carta a Palinuro sobre la vida en Londres, en el capítulo “Del sentimiento tragicómico de la vida”. Para Fernando del Paso tal vez este fuera el momento en que el Palinuro fue concebido:
“Y mientras bajaba las tortuosas y oscuras escaleras de la Universidad de Glasgow, pensé en los capítulos del Ulises, cada uno dedicado a un órgano distinto, y pensé en Borges ‘no es inconcebible una historia con los sueños de un hombre; otra, con los órganos de su cuerpo…’ , y pensé en Henry James que afirmaba que toda novela debía ser como un organismo viviente, único y continuo, y me prometí que ese libro que yo iba a escribir alguna vez, sería tan enfermizo, frágil y defectuoso como el organismo humano, pero a la vez, si fuera posible (aunque es imposible) tan complicado y magnífico, dije, mientras yo y mis cien mil kilómetros de tubería sanguínea bajábamos de dos en dos la escalera de caracol de la torre, pero no será, me dije (me repetí hasta el cansancio) no será un libro con una piel apolínea, con una piel lisa y blanca y suave como la piel de Ofelia que corra un velo estético sobre la realidad, no: será un libro descarnado, dije, saliendo a las calles de Glasgow, un libro dionisíaco que afirme triunfalmente la vida con toda su oscuridad y horror”. [3]
Si así lo urdió entonces, supo tramarlo al hilo. Pero también, ¿quiso Fernando del Paso insinuar con el título Palinuro de México que su personaje es un timonel adolescente que navega los mares violentos de la realidad nacional para al fin morir sacrificado en los altares de la sinrazón? ¿Cómo saberlo? Lo evidente es que muchas décadas después del 68, la obra teatral Palinuro en la Escalera, es tan actual como entonces. Tristemente, aún hay padres y madres que buscan sin esperanza, todavía se escuchan comentarios impertinentes en el camino ascendente de la violencia, y también existen, en toda su blancura, huesos insepultos que miran al cielo nocturno.
Estos diálogos trascienden el tiempo:
LA PATRIA FOSFORESCENTE
¡Ay, mis hijos…, ayyyy, mis hijos (sale). ¿A dónde se los llevaron? ¡Ayyyy, mis hijoooos!
VOCES DEL PÚBLICO
¡Sí! ¿A dónde se los llevaron? ¡Queremos saber a dónde!
LA VOZ DE PALINURO
Si quieren saber, cabrones, ¡pregúntenle a la Rosa de los Vientos! [4]
[1] DEL PASO, FERNANDO (1990) Palinuro de México, México, Editorial Diana. Pp. 499-500
[2] THE BONES OF PALINURUS PRAY TO THE NORTH STAR
Console us. The wind chooses among us./Our whiteness is a night wake disordered./Lone candor, be constant over/
Us desolate who gleam no direction./ W. S. Mervin http://www.80mundos.es/2005/02/bones-of-palinurus-pray-to-north-star.html
[3] Ibidem. Pp. 615, 619
[4] Ibidem. P. 620
Marién Espinosa (Monterrey, 1953). Maestra en Estudios Humanísticos y Licenciada en Ciencias Humanas. Premio de cuento Como el mar que regresa (2000). Premio Sor Juana Inés de la Cruz 1990. Coordinadora de Humanidades en La Salle Cancún.