Miguel Ángel Meza
Poco antes de morir, mi abuela se quejaba de que la religión ya no era como antes. En sus días —según ella—, México era un país realmente religioso, un país de fe. Y cuando decía esto, se refería por supuesto a la religión católica, pues para ella no existía ni debía existir ninguna otra. No admitía la posibilidad de que hubiese otro sistema de creencias que no fuera el suyo.
Cuando hablaba así, yo comprobaba que ella era la imagen viva de las contradicciones ideológicas de toda persona católica de dogmas irrenunciables. Era una mujer buena, una creyente pura, pero ciertamente intolerante. Su amor al prójimo era un amor al prójimo católico. No admitía ideas contrarias a sus creencias religiosas y rompía sin más trámite el diálogo racional conmigo cuando le proponía la idea de que hubiese otras propuestas de salvación. Se acercaba por este camino —pero en sentido contrario— a los fundamentalismos que tanto criticábamos.
En privado, ejemplificábamos un suceso vigente en la vida pública: lo difícil que era el diálogo entre un laico y un religioso. La exacerbación de pasiones surgía mucho antes de que este diálogo comenzara a fructificar buenas ideas. Salvo contados casos, en México aún no es un hecho el debate civilizado entre laicos y religiosos. En Europa, por el contrario, sacerdotes publican sus testimonios en periódicos, aparecen con sus sotanas en sus canales de televisión, intentan convencer con su tono de misa en sus programas de radio, y defienden sus argumentos en respuesta a las ideas de otros pensadores que también entran en el juego de la inteligencia.
Con mi abuela esto era imposible. Se molestaba conmigo cuando yo afirmaba que México en realidad no era un país religioso, sino uno de supersticiones, de hechicerías, de vislumbres preternaturales, un país que sumaba a su apego a los dogmas del catolicismo la fe ciega en una magia hecha de creencias primitivas, de rituales ancestrales, de sobrenaturales explicaciones que nada tenían que ver con su iglesia.
Tuvo que admitir, eso sí, que las religiones habían proliferado de manera abrumadora. Le preocupaba la inmensa oferta de creencias existente, y se enojaba con mi frivolidad —como le llamaba a mi actitud— cuando yo afirmaba que no estaba mal un menú tan abundante de religiones, de variedad tan envidiable, pues el individuo contemporáneo así podía elegir a la carta sus alimentos místicos para nutrir de nuevo su sentido de vida según estuviese de apetito divino por temporadas.
Mientras ella veía este fenómeno como una amenaza a la institución dentro de la cual su fe se había robustecido, yo lo veía como una amenaza al humanismo y al sentido común; pero, sobre todo, como un efecto grave de la globalización. Para mí, el posmoderno supermercado religioso era resultado del intercambio global de las creencias en sociedades ávidas de salvaciones fáciles, en sociedades que no admiten ya el monopolio de una sola religión local.
Como México es un mercado religioso importante, dada la facilidad de su gente para vincularse con el milagro y con la fe ciega, los sistemas de salvación mediante lo divino encuentran aquí terreno fértil para sus productos religiosos. Incluso, el propio catolicismo, ante la pérdida de influencia entre los feligreses en otras partes del mundo, considera a nuestro país el sitio ideal para conducir a más ovejas al redil. En México, país predominantemente católico sin duda alguna, otras religiones libran la batalla de la fe.
Es curioso. Al misterio de la religión de mi abuela me acercaba por el otro extremo: por el de la ciencia. Cada vez que conocía los inquietantes dilemas éticos a que científicos llegaban con sus logros en genética —con el genoma humano—, en astronomía —con los nuevos hallazgos cósmicos—, en medicina —con sus paradojas de vida y muerte—, percibía muy presente a la ética como una suma interrogante y al problema humano como su centro.
La religión se nutre de misterios y la ciencia los plantea. ¿Cómo explicar a un niño el fascinante concepto de años luz y la idea de los hoyos negros? ¿Cómo hacerle comprender que un cuerpo con su sistema biológico funcionando no debe vivir si no hay conciencia de esta vida? Para hacerlo, hay que poner en juego una imaginación de artista y un sentido poético de la vida. Pero también, una comprensión profunda de misterios que entran en el ámbito de aquellos que la religión exhibe, y ante los cuales no queda otra respuesta que el silencio absorto… o la fe.
El día en que murió, mi abuela pudo hilvanar un último diálogo conmigo en el lecho de agonía. Estaba lúcida en ese momento, a pesar de que poco antes el dolor la había doblado hasta la inconciencia. Había tenido una vislumbre de lo sagrado, me dijo, y aseguró que ambos teníamos razón. Me hizo percibir el sentido de un misterio que nada tenía que ver con su religión ni con la ciencia, pero sí con su experiencia religiosa. Porque —dijo— la visión de lo sagrado es una experiencia individual e intransmisible que adviene sorpresivamente. Sí —pensé yo—, como la luz de esa mañana que derramaba vida sobre el lecho moribundo de esa vieja de arrugas entrañables.
Ilustración: Cúpula de la capilla del Rosario en la Ciudad de Puebla (fragmento). Fotografía: Alejandro Linares García (Wikimedia).