Letras vivas para el Día de Muertos. Escritores ante el ritual de la muerte

Miguel Ángel Meza

Como resultado de su visita a la isla de Janitzio en el Lago de Pátzcuaro, en 1946, Ray Bradbury escribió un extraño poema, El día de muerte, donde relata su experiencia de la fiesta de difuntos celebrada en el cementerio del pueblo. La imagen de las familias llevando comida a sus muertos y cirios encendidos para velar junto a las tumbas toda la noche, lo impresionó vivamente. Si bien el escritor norteamericano había vivido sucesos intensos durante ese día —la exhibición de las momias de Guanajuato (que lo aterraron) y la muerte de un toro en la plaza de México—, la convivencia festiva de los lugareños en esa tradición mortuoria del dos de noviembre le resultó fascinante; pero también macabra y difícil de entender: “Toda la tierra olía a muerte antigua y en todos lados las cosas corrían hacia la muerte o estaban muertas”, recuerda el autor de Crónicas marcianas.

            Muchos escritores extranjeros han consignado esta fascinación ante la visión mexicana de la muerte. Una mujer entre ellos, madame Frances Calderón de la Barca, recuerda la fiesta de difuntos en sus memorias sobre nuestro país, Vida en México (1842), un clásico de la literatura de viajes y entre las mejores descripciones del México de la época. Aquí, la condesa Calderón se extiende sobre esta festividad con la visión de una protestante que pronto se convertiría al catolicismo. Otro escritor, el poeta Robert Hayden, inicia su poema sobre México con densas impresiones acerca de la ceremonia del Día de Difuntos en Juchitán; y Malcolm Lowry, que mantuvo una relación ambivalente de amor-odio con nuestro país, destaca la característica alegría de los mexicanos ante la muerte.

            Esta alegría burlona, ejemplificada magistralmente en las calaveras de Posada, se escenifica de manera admirable en Un hogar sólido, de Elena Garro, donde los difuntos discuten entre sí cómo recibirán al recién fallecido, cuyo funeral se celebra arriba. Mientras se ponen de acuerdo, buscan sus tibias, sus peronés y sus clavículas a fin de estar completos cuando baje el nuevo finado. Es la misma familiaridad alegre de Jesusa Palancares, la protagonista de Hasta no verte Jesús mío, la novela-testimonio de Elena Poniatowska, quien narra cómo los deudos, contentos, sepultan a un difunto entre música y cohetes: “El entierro no fue triste porque nosotros venimos a la tierra prestados. Si van llorando, les quitan la gloria”.

            Para Octavio Paz, el mexicano no sólo se burla de la muerte sino que se muestra indiferente ante ella. Es más, la desprecia, aunque la festeje y le rinda uno de los más singulares cultos: “Adornamos nuestras casas con cráneos —dice el poeta en Todos santos, día de muertos—, comemos el Día de los Difuntos panes que fingen huesos y nos divierten canciones y chascarrillos en los que ríe la muerte pelona, pero toda esta fanfarrona familiaridad no nos dispensa de la pregunta que todos nos hacemos: ¿qué es la muerte?”.

            A esta pregunta intentan contestar tal vez dos escritores mexicanos desde perspectivas de convivencia con la muerte radicalmente distintas: Juan Rulfo y Rosario Castellanos, uno, desde el mito colectivo; la otra, desde la intimidad dolorosa y cotidiana con la muerte.

            En ¡Vida, nada te debo!, uno de sus más emotivos ensayos acerca de Rosario Castellanos, Elena Poniatowska señala que ninguna escritora mexicana estuvo tan ligada a su muerte ni habló tanto de ella como la poeta chiapaneca: “Hojear el libro Poesía no eres tú es toparse con la muerte a la vuelta de cada página: la muerte o el desamor, que es una forma de muerte.” Como quería Rilke, Castellanos cultivó una muerte fecunda con su forma personal de vivir la vida; sin embargo, no fue dueña de este trance cuando se electrocutó con una lámpara en su casa de Israel el 7 de agosto de 1974.

            Juan Rulfo representa, con una contundencia concluyente, esta extraña convivencia de los mexicanos con la muerte. De hecho Pedro Páramo ocurre en la tierra de los muertos, a donde los vivos se desplazan para cumplir el mito del eterno presente de la muerte. En Rulfo, el tiempo del mito —ensayo iluminador sobre la obra del escritor jalisciense— Carlos Fuentes afirma que para cada personaje la muerte está en el origen: lo primero que debemos recordar es la muerte. Pedro Páramo “es la historia de la entrada de Juan Preciado al reino de la muerte, no porque encontró la suya, sino porque la muerte lo encontró a él”.

            En la celebración del Día de muertos —anota el antropólogo francés Louis-Vincent Thomas en su monumental trabajo Antropología de la muerte— pervive un ritual, descuidado en la mayoría de las culturas occidentales, donde lo normal es el rechazo de la muerte, la expulsión de los muertos a los cementerios periféricos y la relación individual y neurótica con ellos. Sólo en México, dice, se cultiva la creencia de que el alma de los difuntos, la de los niños primero, después la de los adultos, retorna a su familia, respectivamente, los días 1 y 2 de noviembre. Esta visita oficial de los muertos a los vivos es una creencia difundida principalmente entre los estratos más pobres de la población. Pero el ritual ha devenido ya, en el México actual, a cumplir sólo con un formalismo social, pues ahora predominan las creencias católicas más ortodoxas: “ahora son los vivos, absolutamente dueños de la situación, los que van a visitar a los difuntos”.

            Con la certeza de que estamos sólo de paso sobre la tierra, los poetas en lengua náhuatl profundizaron en el sentido de la vida: “¿He de irme como las flores que perecieron?/ ¿Nada quedará de mi nombre?/ ¿Nada de mi fama aquí en la tierra?/ Al menos mis flores, al menos mis cantos./ Aquí en la tierra es el momento fugaz./ ¿También es así en el lugar donde de algún modo se vive?/ ¿Hay allá alegría, hay amistad?/ ¿O sólo aquí en la tierra hemos venido a conocer nuestros rostros?”.

            El tabú de la muerte —que se manifiesta en sublimaciones simbólicas y conjuratorias de los cementerios, de los velatorios y los entierros higiénicos— dejará de representar una prohibición y un temor, cuando al arte de vivir bien se una el arte del bien morir. El culto a la vida, si de verdad es profundo y total, dice Paz, es también culto a la muerte. “Una civilización que niega a la muerte acaba por negar a la vida”. En este sentido se orienta la antroposofía de Thomas: “El hombre, si conoce mejor la muerte, no se desvelará más por huir de ella u ocultarla. Apreciará mejor la vida; la respetará antes que nada en los otros”.

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