René Vera
Con una indeclinable vocación literaria —que se traduce en cinco libros publicados— y la fortuna de haber sido beneficiado cuatro veces con becas y apoyos estatales a través del PECDA (Programa de Estímulos a la Creación y el Desarrollo de las Artes)—, Mario Pérez Aguilar nos cuenta en la siguiente entrevista, de forma muy honesta y puntual, acerca de su relación con la literatura, de sus influencias, del papel que debe asumir el Estado en la promoción de las artes, y nos deja ver al ser humano que está detrás de la ficción.
En otras épocas, en Cancún, las seis de la tarde sería una buena hora para tomar un café, pero no el día en que conocí a Mario Pérez en el Centro Cultural La Pitahaya. Llegué temprano, y una bebida más refrescante parecía una mejor opción, pero también deseaba un café y no pude decidirme. Mario llegó pronto, acompañado de su esposa y sus dos nietos. Cruzamos unas palabras de saludo y algunos comentarios, mientras recorríamos el lugar para buscar el sitio más adecuado. Ya acomodados, charlamos. Mario Pérez tiene en su plática el mismo tono que en su narrativa: es preciso, estructurado y, ante todo, muy franco.
—Tus trabajos muestran una claridad y lucidez narrativa que te posicionan como uno de los escritores más sólidos de Quintana Roo, ¿qué es para ti escribir?
—En mi vida hay cosas que me apasionan, como el conocimiento y entendimiento de los fenómenos económicos y jugar tenis, entre otras; pero lo que más me apasiona es escribir. Significa entregarme a un trabajo que realmente ocupa todos mis sentidos, a una actividad que realmente me gratifica. Claro que, como decía Juan Domingo Argüelles, Escribir cansa, pero ese cansancio es también placentero. El contar una historia a través de la escritura es, para mí, reproducir mis sensaciones y vivir la vida de los personajes; interiorizarme en un mundo ficticio que tiene mucho de realidad y compartir mi vida y mis años con los personajes que estoy creando y recreando.
—¿Qué tanto de tu vida hay en tus novelas?
—Bastante. No solo de las cosas que he vivido, sino también de lo que me han platicado, leído o escuchado. Yo creo que todos los escritores dejamos parte de nuestra vida en las historias que contamos. Claro que hay cambios, nuevos caminos, otros finales, personajes cambiados, percepciones distintas del ambiente o el entorno; pero lo fundamental está ahí, abriéndose camino entre las historias ficticias.
—En tu obra, los espacios narrativos corresponden a lugares donde vives o has vivido. ¿Es una necesidad o por qué los empleas con tanta insistencia? ¿Quieres que te ubiquen dentro de la literatura quintanarroense?
—Creo que es una necesidad. Tal vez me oiga muy egoísta, pero yo escribo para mí, para nadie más. No estoy pensando en el público que me va a leer cuando escribo una obra, solo pienso en dejar mis sensaciones en ella. Por este motivo, tampoco creo que lo haga para que me ubiquen dentro de la literatura quintanarroense. Me parece que no podría escribir una historia en un entorno que no conozco. Lo he hecho, claro que muy pocas veces. Por ejemplo, mi cuento “Natalia”, es una historia atemporal y sin lugar preciso. Mi cuento “La perfecta casada”, habla de un pueblo del occidente perdido en la sierra, y aunque conozco pueblos en México de ese tipo —en Guanajuato, Jalisco y Chiapas, entre otros lugares—, nunca he vivido en alguno de ellos. Pero todas mis novelas están ambientadas en lugares en los que he vivido: Chetumal, la Ciudad de México y Cancún. Algunos cuentos están ambientados en lugares en los que no he vivido — como Isla Mujeres o Cozumel—, pero que conozco muy bien.
—¿Cuál es el origen de tu vocación como escritor y cómo la concilias con tu profesión actual?
—Mira, en realidad yo siempre tuve una inclinación por la escritura. Creo que en mis años de primaria y secundaria era inconsciente. Recuerdo que en aquel tiempo la casa de mis papás, en Chetumal, era todavía de aquellas construcciones de madera asentadas sobre pilotes, de modo que uno podía meterse bajo la casa, pues estaba como a un metro de altura sobre el piso. Ahí, bajo la casa, mi padre tenía muchos detritos de madera apilados, tablas y tablones. Sobre esos promontorios, llenaba cuadernos y cuadernos sobre las cosas que ocurrían en el pueblo. Desde las lluvias infinitas hasta los inclementes soles del verano. Todos esos cuadernos los dejé en el tapanco de la casa cuando me fui a estudiar a la Ciudad de México.
Después de varios años, cuando le pregunté a mi madre sobre mis cuadernos, me dijo que seguramente se los habían comido los murciélagos, pues el tapanco era su nido por las noches.
En la preparatoria casi me fui en blanco, pues me dediqué más al deporte y a mis novias. En la universidad volví a escribir. Hice muchos escritos viviendo en la casa del estudiante en México —cuando estaba en la Av. Mazatlán, en la colonia Condesa—, que pagaba el Gobierno del Estado y nos daba cobijo a los quintanarroenses que estudiábamos una carrera pues en Quintana Roo aún no había universidades.
Hay parte de esos escritos en mi primera novela, Los Artificios del Agua Turbia, que se publicó en 1995. Cuando el personaje principal, Saturnito Cabañas, pesca dengue, tiene que estar metido en la cama durante una semana, sumido en sus alucinaciones. Lo que alucina son precisamente los escritos de mí época universitaria, más o menos de 1977.
No he podido vivir de escribir, por lo que tengo que combinarlo con mi profesión. He sido servidor público por casi treinta años y docente en materia económica por alrededor de quince. Lo combino robándole tiempo al tiempo. Desde luego que hay que comer, pero las pasiones de uno son tal vez más importantes, de modo que no escatimo en absoluto el poco tiempo libre.
—En tu novela Luna Menguante, retratas el carácter de Quintana Roo como un estado formado por inmigrantes. ¿No es un tema superado en la literatura actual del estado?
—Tal vez tengas razón; sin embargo, hay que tener en cuenta que Luna Menguante se desarrolla a mediados del siglo pasado, casi entre 1944 y 1965, exclusivamente en Chetumal, ciudad que en ese tiempo estaba evidentemente habitada por inmigrantes. Nadie era de Chetumal, todos habían llegado de otros lados, incluido los indígenas que de algún modo regresaban de Belice después de las persecuciones. Yo creo que en la literatura, como en muchas otras cosas, los temas nunca son superados.
—¿Cuál es el proceso con el cual te enfrentas a la escritura de una novela? ¿Reúnes material “novelístico”, te documentas o va surgiendo con la propia escritura?
—Hay de todo un poco. No creo en los cartabones o en las técnicas lineales para escribir una historia. Uno se va acomodando de acuerdo a las circunstancias, a las ideas, a los estímulos. Desde luego hay que cuidar los tiempos y para eso sí hay que documentarse, para insertar la historia, pero solo para que esta sea creíble, para que se ajuste a algún tiempo histórico y se respeten las costumbres de la época.
Por lo general, antes de empezar a escribir cualquier cosa hago lo siguiente: voy madurando el tema hasta que ya lo tenga perfectamente definido. Luego sigo con la imaginación de la trama, de las causas y los efectos y pienso en el final. Después delineo en mi mente la personalidad y la psicología de los protagonistas, y de algunos personajes de reparto que tengan un efecto importante en la historia. Esto me puede llevar semanas, meses o años, dependiendo del tiempo que tenga para pensar y atizar el tema. Cuando creo que ya está listo, empiezo a escribir. Y empiezo por donde sea, de todas formas iré y vendré en la historia hasta completarla. Desde luego, como siempre, habrá tachones, aniquilaciones, reenfoques, agregados; inclusive reestructuraciones, hasta que quede satisfecho.
—¿En qué momento nace la idea de escribir tu última novela Las mujeres del profesor?
—Tenía tiempo que quería contar una historia ambientada totalmente en Cancún. En mi primera novela hay escenas desarrolladas en el Cancún de los años ochenta, pero solo es una parte del libro, que por tratarse de un tema relacionado con la pesca, era necesario incluir a Cancún, a Isla Mujeres y Cozumel, que en aquel tiempo eran todavía muy pesqueros, y desde luego también a Holbox, que era el más pesquero de la zona norte del estado.
Ahora quería una novela ambientada en Cancún, no de Cancún, porque nunca he sido tan pretensioso y no me siento capacitado como para que, a través de una novela, pueda caracterizar la vida social, económica y política de Cancún. Mi intención fue escribir una novela que mostrara el Cancún más actual, pero que la historia fuera más íntima, más personal.
La verdad no encontraba el tema. Una tarde, platicando con mi esposa, me contó que una prima suya había rentado su vientre para procrear el hijo de una pareja en la Ciudad de México y había cobrado medio millón de pesos. En ese momento me pareció un tema audaz y tal vez muy moderno para una sociedad como la cancunense. De modo que investigué más sobre el asunto y ya tenía el tema principal.
Lo siguiente fue, como te comenté anteriormente, pensar y atizar la trama. Resolví dejar el protagónico a un profesor de economía, materia que conozco muy bien, y de ahí la desarrollé.
—¿Cómo percibes el panorama de la literatura de Quintana Roo en la actualidad y cómo sientes que se sitúa a nivel nacional?
—A nivel nacional creo que somos ilustres desconocidos. O mejor, simplemente desconocidos.
A nivel local, me da mucho gusto que cada vez haya más escritores y que hayan abierto más espacios para la creación y la promoción de las obras. Sin embargo, me parece que hay que dar algún salto mayor. Tal vez abrir un premio estatal de novela y crear un fondo para ello, para incentivar a los nuevos escritores y reconocer su talento y trabajo. Se lo propuse alguna vez a Hendricks cuando era gobernador, pero no le vi mucho entusiasmo. Lo he comentado con los diputados locales que han tenido la comisión de cultura en el Congreso, pero a nadie le ha interesado hasta ahora.
Por otro lado, creo que hace falta promover la creatividad de aquellos escritores que viven en las regiones y en las zonas populares de Cancún, y de las demás ciudades grandes del estado como Chetumal y Playa del Carmen. Es importante acercar a ellos los servicios de las casas de la cultura, no esperar a que ellos vayan.
—¿Cómo se ha comportado la comunidad literaria del estado contigo, te has sentido cobijado?
—Mira, a mí me da mucho gusto que haya más gente que me reconozca como escritor que como servidor público o docente. Aunque ser profesor da muchas satisfacciones, sobre todo cuando ves que los jóvenes que has formado llegan a graduarse o consiguen cargos importantes en el gobierno o en las empresas. Pero mi mayor satisfacción es cuando me hablan para comprarme un libro o me preguntan cuándo sale mi próxima obra.
No conozco a todos los autores del estado, pero sí a muchos. Sé que hay varios que están surgiendo, que son más jóvenes y que no hemos podido tener contacto, pero en general me siento bien tratado y respetado.
Lo que he logrado publicar con Conaculta y Gobierno del Estado —La historia que viene y Luna Menguante, esta última en imprenta— lo he ganado en concursos. Y así debe ser. Por eso creo que instaurar un premio estatal, con jueces reconocidos a nivel nacional, promoción y comercialización de las obras ganadoras en librerías de renombre, puede constituir un estímulo importante para los creadores literarios.
—¿Cómo perfeccionas tu estilo literario y qué escritores te han influido?
—No tengo un método para perfeccionar mi estilo literario, lo que hago únicamente es leer todo el tiempo que puedo.
Hay muchos escritores que han influido en mí, desde Sófocles hasta Alice Munro o Mo Yan. Pero creo que los que más han influido en mí han sido los latinoamericanos; sobre todo García Márquez, Mario Vargas Llosa y Alejo Carpentier. Sin duda, también Kafka.
—¿En qué aspectos particulares te han influido Kafka y los latinoamericanos que mencionas?
—Yo creo que en muchos aspectos y al mismo tiempo en ninguno en particular. Tal vez no sabría cómo explicarlo con claridad, pero creo que en el caso de Kafka, todos los matices absurdos que tienen ciertos pasajes de mis novelas y cuentos están arrancados de esa influencia kafkiana. Los diálogos de Vargas Llosa son para mí muy ilustrativos, y su influencia en mí es vital. Me parece que es uno de los autores que mejor maneja los diálogos.
En el caso de García Márquez, me arrastra su capacidad de la primera frase de sus obras, su habilidad para jalar al lector poniendo casi de inmediato el final de la novela o el cuento, y su capacidad de llevarlo para que vea cómo es que se llega a ese final. Además, su narrativa me apasiona, pues muy por ahí hay un eco, un par de palabras dichas por uno de los personajes que redondean muy bien la historia. Me gusta su capacidad de dejar implícita la sicología de los personajes a través de su comportamiento, a través de lo que hace el personaje, no de lo que es. Y desde luego, su realismo mágico.
Aunque la narrativa que más me impresiona es la de Pablo Neruda, pero aún mejor, la de Fernando del Paso.
—Escribes novela y cuento, ¿qué dificultades se presentan en cada género y con cuál te sientes más cómodo?
—Creo que tanto el cuento como la novela tienen las mismas dificultades: pensar y repensar el tema para que tenga un buen inicio, un buen nudo y un desenlace todavía mejor. Y lo fundamental: que sea una historia creíble, contada de manera tal que el lector no pierda el interés, que sea casi como una película que va transcurriendo. Me siento más cómodo en el cuento porque son historias cortas en las que se tiene que ser preciso y una vez terminado, el descanso es muy reconfortante. Sin embargo, creo que por lo mismo me inclino por escribir más novela, pues el reto es mayor; el largo aliento es más difícil de conservar, lograr que el lector no pierda el interés.
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Entrevista publicada en TROPO 6, septiembre de 2014, Nueva Época.