Antonio Tovar
En el año 2000, justo en el límite que dividió a dos milenios, vieron la luz dos libros significativos en el Caribe: el poemario La vasta lejanía, y el conjunto de crónicas, entrevistas y artículos literarios Más se perdió en la guerra. Ambos fueron escritos por Agustín Labrada Aguilera. En el primero, editado por el Instituto para la Cultura y las Artes de Quintana Roo y Mantis Editores, de Jalisco, aparecen poemas de diversos formatos (versos libres, prosa poética, sonetos, tankas y caligramas) y temáticas (el amor, el viaje, la muerte, la historia, la nostalgia, la familia…). El segundo, estructurado dramatúrgicamente según el escritor Salvador Lemis, fue publicado por la Universidad de Quintana Roo y el Instituto para la Cultura y las Artes de Quintana Roo, y contiene textos relacionados con la música, la historia, la literatura, la danza, el cine, las artes visuales y el amor.
Los dos libros han sido presentados en diversos espacios, como la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, la Casa Lam y la Casa del Poeta (en la Ciudad de México), la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (en La Habana), y en otras ciudades como Mérida, Cancún, Holguín, Cozumel, Isla Mujeres… Ambas ediciones han sido analizadas por diferentes críticos y comentadas por periodistas culturales en diarios y revistas, electrónicos y de papel, de Cuba, México, España y Estados Unidos. Algunas opiniones coinciden y otras no, pero todas revelan detalles sobre una singular escritura.
Labrada reside en México desde 1992. Ha publicado, además, los poemarios La soledad se hizo relámpago (1987) y Viajero del asombro (1991), así como el libro de crítica literaria Palabra de la frontera (1995), y las antologías de poesía cubana Jugando a juegos prohibidos (1992) y Moneda nacional (2003.)
Como lector de Agustín, me he propuesto reunir aquellas críticas que considero más relevantes debido a su profundidad de análisis, el descubrimiento de engranajes estilísticos, la contextualización del autor y sus libros… Esta entrevista ahonda sobre todo en Más se perdió en la guerra y el oficio periodístico.
—Muchas prolíficas plumas comenzaron sus carreras literarias en el periodismo o el periodismo fue su modus vivendi en algún tiempo de sus vidas. Menciono sólo algunos: José Martí, Gabriel García Márquez, Jorge Ibargüengoitia, Julio Cortázar y Juan Rulfo. En tu caso, ¿te inicias en el periodismo o en la poesía? ¿Por qué eliges estos géneros?
—Antes de iniciarme de manera profesional en el periodismo, ya había publicado dos cuadernos de poemas y una antología de la generación poética de los ochenta en Cuba. Desde adolescente, me atrae el oficio periodístico, pero me fue imposible ejercerlo en mi país de origen debido a los requisitos burocráticos que allá requieren los medios. Aun así, como colaborador, publiqué artículos culturales en dos revistas de prestigio nacional: Bohemia y El Caimán Barbudo.
No estudié periodismo, sino literatura y pedagogía. En la Unión de Periodistas de Cuba, asistí a un taller sobre escritura de artículos; y, en la Sociedad General de Escritores de México, a un módulo de periodismo cultural dictado por Patricia Vega, reportera del diario La Jornada. Mi aprendizaje en esta profesión ha sido autodidacta. Aprendí de textos y libros escritos por Gabriel García Márquez, Vicente Leñero, Truman Capote, Elena Poniatowska y Leonardo Padura Fuentes.
Esos grandes periodistas son también buenos escritores, y asumen la escritura con una mirada estética y emotiva que ajusta con mi sensibilidad. El ejercicio periodístico se aprende y perfecciona con el trabajo constante, cuando se investigan y redactan fragmentos del mundo que pueden ser noticias o no, y pertenecen a la idea que tenemos de ese fenómeno llamado realidad. Lectura y trabajo se conjugan tanto para escribir poesía como periodismo literario.
El crítico mexicano Emmanuel Carballo concibe el periodismo cultural, cuya prosa sea estilizada y profunda, como una variante literaria. Esto funciona para ciertos géneros, como la crónica, el artículo, la entrevista y algunos reportajes, pero es difícil hacer literatura en una nota informativa, pues su formato y su contenido exigen simpleza y concisión. No siempre se logran esas líneas refinadas, depende de la voluntad del periodista, su impulso creativo y los límites de tiempo.
El quehacer periodístico es emocionante cuando uno se involucra con los asuntos que aborda y es capaz de conmoverse y entender a esos personajes de la realidad, cuyas vidas y actos contienen, a veces escondidas, historias novelescas. Sin embargo, debido a la dinámica de los medios informativos, se dispone de poco tiempo y no se sedimenta la escritura. Se escribe con rapidez para informar pronto a los lectores. Los sucesos no requieren siempre de tratamientos literarios.
Desde 1993, me dedico profesionalmente al periodismo en México. Es un modo de vida y una experiencia, algunas veces, enriquecedora. Ernest Hemingway afirmaba que la labor reporteril era conveniente para escritores en formación, pero luego se volvía perjudicial en sus praxis narrativas. Entonces uno debe marcar bien esas fronteras, lo que pertenece al periodismo, lo que corresponde a la literatura, y ese oasis donde las dos arenas se unen en una prosa híbrida, de exploraciones.
Ejemplifico con tres libros del escritor colombiano Gabriel García Márquez. Noticia de un secuestro es un gran reportaje puramente periodístico, más apegado a datos y cifras que a vuelos metafóricos. Cien años de soledad es una novela, de grandes despliegues imaginativos, ceñida entre sus lindes literarios. Relato de un náufrago es un libro periodístico, donde los acontecimientos reales son narrados desde enfoques novelescos y su personaje protagónico se humaniza con intensidad.
A la poesía llegué antes, de un modo casi espontáneo, por necesidades de expresión que con el tiempo fueron alcanzando un relieve artístico. No la elegí, pues quería ser narrador y actor de teatro (actué incluso en una serie televisiva nacional). Pero en todos esos intentos juveniles quedó demostrado que mi creatividad fluía mejor en los versos que en las tablas o en la prosa narrativa. Con los años, también he infiltrado la poesía en algunos textos periodísticos.
—Al leer tu libro Más se perdió en la guerra, encuentro en la entrevista con Manuel López Ahumada, en torno a su obra plástica, que sus respuestas son muy claras, pero algo frías. Cuando hablas con Xavier Robles, sobre el cine mexicano, siento en sus palabras una gran pasión. ¿Qué prefieres, un diálogo donde predominen las emociones o donde impere la claridad?
—La entrevista ideal sería aquella que tuviese equilibrio entre emoción y lucidez en las respuestas del entrevistado. No siempre ocurre, pero no afecta sensiblemente el texto si se trata de personajes relevantes como lo son, para la cultura mexicana, el caricaturista Manuel López Ahumada y el cineasta Xavier Robles. Hay lectores que se inclinan por las afirmaciones apasionadas y otros buscan una expresión más intelectual. Con estas entrevistas diferentes crece el espectro “contenidista” del libro.
La entrevista, cuando no es encuesta, se hace entre dos y es necesaria una colaboración recíproca para que culmine en un texto feliz, pero eso depende de muchos detalles: tiempo, estado anímico, deseos… A veces, no importan tanto las ideas y el discurso del entrevistado, sino su condición de personaje célebre, como Oscar D’León, cuyas respuestas no son ni inteligentes ni cálidas ni profundas, pero las dice uno de los principales cantantes caribeños de renombre internacional.
En ocasiones, he entrevistado a gente sin fama y sin obra que se expresa de una manera brillante y aporta nuevas perspectivas sobre asuntos disímiles de la cultura. Si incluyo esas entrevistas en un libro, tendrían poco impacto, porque allí no hablan ni Carlos Fuentes ni Elton John ni Felipe González. Otras veces, “destacadas personalidades” se diluyen en la banalidad o en argumentos pueriles, con una pobreza de lenguaje aterradora, que sólo nos provoca lástima.
De cualquier manera, entrevistar es una hermosa aventura, la búsqueda de otras imágenes que —a través de confesiones ajenas— nos muestran múltiples espejos de la vida y el mundo. La entrevista es una forma inconsciente de comunicación cotidiana, fruto de inquietudes. El hombre y la mujer más insignificantes que se crucen contigo en cualquier plaza tienen una historia interesante que contar, y al hacerlo comparten —enriqueciéndolos— nuestro saber y nuestra espiritualidad.
—En tu relato “A Belice”, hay una crítica social velada, pero en la entrevista con un militar que participó en la matanza de 1968 veo cierta autocomplacencia. ¿El tema te detuvo o fue una estrategia para se abriera el entrevistado?
—No, simplemente quería escuchar su versión y darle cauce a los matices que nos recuerdan que la vida no fluye en blanco y negro. El entrevistador no debe llegar con sus preguntas prejuiciadas porque el diálogo se convierte en polémica. Me pareció válido el testimonio de un soldado para conocer el contexto en que se encontraba, sus sentimientos en pugna, su particular concepción de bien y el mal. No soy juez, sino periodista. Es bueno oír qué piensan los supuestos culpables.
La historia ha registrado el suceso como uno de los actos más crueles del siglo xx, y todavía hay en sus huellas mucha oscuridad. Sin embargo, no conozco ningún libro sobre Tlatelolco 68 escrito desde la óptica militar y menos aún desde la soldadesca anónima a la que pertenecía Toribio Cruz. El ejército, bajo las órdenes del gobierno, protagonizó una barbarie en esta nación que aspira a la democracia. Toribio fue una manipulada pieza de ajedrez en ese oscuro juego.
—¿Con qué personajes te identificas mejor en Más se perdió en la guerra?
—Me identifico más con los personajes marginados, porque sus testimonios rozan la auténtica tragedia. Cuando hablan de alegrías y dolores, lo hacen con plenitud y sinceridad. Son más vitales y aportan —desde esos límites— una visión distinta sobre tradiciones y prejuicios que conforman los códigos de convivencia socializada. No hay velos hipócritas. En sus historias, confiesan cómo sobrevivir en entornos hostiles, cómo restañar las peores heridas, cómo sostenerse tras un sueño.
El haber crecido en un barrio suburbano, me ha predispuesto para entenderme con estos personajes. En el fondo, muchas veces me siento marginal. Hay diferentes manifestaciones de la marginalidad y no siempre son económicas. Por eso, en menor medida, algunos de mis entrevistados que triunfan —entre fama y prestigio— se expresan desde otros márgenes: lingüísticos, espirituales, estéticos… Los personajes van de un extremo a otro, casi nunca los ves en la mediocridad.
—En el capítulo “Sombras”, se ve parte de tu autobiografía, hay como un testamento donde reconoces las fuentes que nutren tu literatura. ¿Qué otros autores te han influido?
—Ya mencioné a algunos narradores y periodistas que son claves en esta variante del periodismo literario. La lista puede extenderse a otros autores como Alejo Carpentier, Cristina Pacheco, Ernest Hemingway, Eduardo Galeano…, aunque siento que la influencia mayor llega de la poesía de Jorge Luis Borges, Eliseo Diego, Antonio Machado… Pero estas afirmaciones son dudosas, ya que vienen del autor, para establecer un juicio certero sobre los ríos literarios donde he bebido.
Hay otras influencias asimiladas del cine, la música, el teatro, la televisión y las tradiciones orales. Todo ello confluye en una vocación comunicativa que al manifestarse en palabras se reacomoda en la búsqueda de un estilo. “Sombras” es un homenaje a tres maestros, con indagaciones y agradecimientos; y como se hurga en el pasado, salen a flote instantes autobiográficos, donde la literatura no es sólo referente libresco sino también vivencia en la que caben felicidad y angustia.
—Es común —en tus entrevistas e historias— la presencia del alcohol, tanto en los actos de los personajes como los del mismo autor. ¿Podrías describir qué papel juega en el libro?
—El alcohol entra en las venas y se expande a puro galope. En esa libertad, disminuyen tensiones y la gente se torna más comunicativa. Se alcanza un estado magnífico para la confesión, se intensifica el tono dramático o humorístico de las conversaciones. Cualquier droga —sin excesos— estimula, provoca éxtasis y hace menos amargas las nociones de nuestras realidades. El whisky, el tequila, la cerveza, el vino o el ron aparecen en estas historias igual que las flores en el campo, son imprescindibles para concebir el paisaje y la humanidad que lo puebla.
—Como periodista, he vivido en carne propia la exigencia editorial. Las notas tienen que venir no como un acto reflexivo, sino como hechos temporales que llenan las páginas del diario. Crear en ese ambiente puede ser complicado y frustrante. ¿Nos puedes explicar cómo decides en qué notas vas a invertir tus habilidades poéticas, cómo decides qué textos van a conformar un libro?
—Las notas cotidianas de un medio tan devorador como el periódico tienen un solo objetivo: informar sobre la realidad circundante. Eso es periodismo puro y su perdurabilidad es efímera. Resulta útil como documento de consulta para los historiadores. En las revistas, existen mayores posibilidades de publicar textos depurados. No me rijo por un criterio racional para escribir una crónica o una entrevista con tratamientos poéticos, lo hago si responde a alguna emoción.
Cuando reúno varios textos, busco entonces una unidad para ordenarlos en forma de libro. Esa unidad puede ser temática, genérica, estilística o una alianza de todas esas condiciones. Es importante que fluya y sea agradable para los lectores. Concluí o más bien ordené no hace mucho un libro de puras entrevistas con escritores cubanos y mexicanos, se llama Un paseo por el Paraíso y sus textos componentes fueron escritos de manera aislada, no en función del conjunto.
—¿Alguna vez piensas en tus lectores o piensas más en tu editor?
—Cuando escribía notas en el periódico, pensaba en ambos. Los lectores buscan en esas notas informaciones sobre eventos culturales de su ciudad. El editor piensa en función de los lectores y orienta las páginas culturales hacia esos fines. Aquí se cumplen ciertas normas con los espacios, las fotos y la jerarquización noticiosa, aunque siempre existe una flexibilidad para humanizar esos párrafos.
Ocasionalmente, he colaborado con suplementos y revistas culturales nacionales y extranjeras (como Casa del tiempo, El acordeón, Fronteras, Obras, México desconocido, Bembé, Proceso sur, Mundo Maya, Tropo a la uña, La cultura en México, Tierra Adentro…) y he recibido más que orientaciones sugerencias de los editores que, por suerte, coinciden con mis ideas.
Cuando escribo poemas, relatos, crónicas o entrevistas con aspiraciones estéticas, pienso en el texto que me gustaría leer, y empiezo a escribir hasta que las líneas alcancen un tono literario acorde con mis gustos. Si ese texto le gusta a los editores y a los lectores se cumple un rito, pero no pienso en ellos durante la creación. Si el texto no te complace como autor tampoco complacerá a los lectores.
—¿Cuál es el artículo que más satisfacciones le dio a tus lectores?
—-No fue precisamente un artículo, sino una fusión de entrevista y crónica bajo el nombre de “En la muerte todos somos iguales”. Muchas personas me lo dijeron por teléfono y de modo personal. Emociona oír comentarios más lúdicos que intelectuales, saber que la descripción de un antro y el diálogo con una sexo-servidora gustaron a tanta gente. Ese viaje por territorios en apariencia prohibidos genera curiosidad y se vuelve una especie de anzuelo. Tal vez si prohibiesen los libros en México, crecerían —en la clandestinidad— los lectores y su cultura.
—El periodismo cultural en México ha tenido el prestigio de romper el silencio de la censura, porque en ocasiones los políticos mexicanos no leen esa sección y creen que muchos lectores de periódicos tampoco lo hacen. ¿Tú qué piensas?
—Lamentablemente, la mayoría de los políticos mexicanos desprecia o minimiza la cultura, y le concede mayor atención a intrigas de poder y tácticas para extinguir a sus adversarios. Cuando las críticas, aun de contenido político, se hacen desde los entramados del periodismo cultural se usan en ellas un lenguaje y un despliegue de conceptos tan plurisemánticos que los políticos no se sienten aludidos, aunque les mienten sus madres y les cuestionen sus deplorables desempeños públicos.
Tienen razón, muy pocos lectores leen secciones culturales de los periódicos, y por lo tanto la influencia social emanada de esas secciones es mínima. Estadísticamente, cada mexicano lee media cuartilla al año. Esto parece inconcebible si revisamos los fondos destinados a la educación y la dinámica editorial, tan prestigiosa esta última en algunas ciudades mexicanas. Corren más riesgos con la censura programas televisivos, obras teatrales y conciertos de rock.
—¿En qué circunstancias comenzaste tu creación literaria en la ciudad cubana de Holguín?
—Por fortuna, cuando me interesé en la poesía, había en Holguín una intensa vida cultural en casi todas las manifestaciones: salas y grupos de teatro, programas culturales de radio y televisión, peñas de trovadores, ciclos cinematográficos, conciertos musicales, galerías y muestras pictóricas, escuelas de arte, talleres artísticos, festivales danzarios, museos, conferencias, casas de cultura… y un público cada vez más exigente y cómplice para cada una de esas manifestaciones.
En las letras, la ciudad contaba con un movimiento literario muy activo, una biblioteca con sala de música y volúmenes de poesía y narrativa, el taller literario “Pablo de la Torriente Brau” en un momento de esplendor, una revista literaria que primero se nombró Cayajabo y luego Diéresis, dos premios literarios, un suplemento cultural, tertulias semanales, encuentros con escritores de otras ciudades del país y sobre todo lectores. Esa atmósfera llenó mis sueños.
Hacíamos exposiciones de poemas murales. Los pintores pintaban a partir de poemas y de esa simbiosis salieron resultados felices. Con el Premio de la Ciudad iniciaron las ediciones de libros. Algunos de aquellos escritores alcanzaron eco nacional, como Alejandro Fonseca, Delfín Prats, Lourdes González, Alberto Lauro y Alejandro Querejeta. Cuando se presentó allí mi libro La vasta lejanía, en el año 2001, comprobé que mucha gente continuaba al tanto de la literatura.
En aquellos años, los poetas de Holguín grabamos con nuestras propias voces el disco Un lugar para la poesía, cuyo texto de contraportada fue concebido por el destacado escritor Manuel Díaz Martínez. Al llegar a La Habana, ya tenía contacto con miembros de mi generación, la de los ochenta, en todo el país, y se me fueron ensanchando los horizontes culturales. Pero agradezco a mi ciudad los primeros pasos, donde el proceso de formación se asume con ludismo e inocencia.
—¿Crees que la condición de Chetumal, como última frontera mexicana, te ha dado algunas ventajas para tu trabajo?
—Sí, porque aquí se puede contar con tiempo y condiciones para la reflexión y la lectura, y porque en estos ámbitos macondianos fundidos con la creciente modernidad hay zonas temáticas casi vírgenes para la literatura y el periodismo, que exigen desde hace años una gran novela donde se universalice esta frontera sur con sus miles de historias, personajes y situaciones de diversa índole. También influye como aliciente la belleza del paisaje: los atardeceres, las flores, el mar…
Se trata de una ciudad joven, y su literatura y su periodismo cultural son nacientes, al igual que otras manifestaciones artísticas y proyectos educativos y económicos. Ya funcionan aquí talleres literarios, se publica una revista literaria, residen escritores con títulos publicados, se le concede espacios a las letras en los periódicos y en la radio, se editan libros, se convoca a concursos poéticos, hay bibliotecas y salas de lectura… y ese movimiento lleva su propio ritmo.
Gracias a la paz con que vivimos en Chetumal y los avances tecnológicos al alcance, puedo mantener un diálogo fluido con colegas de muchas partes del mundo, y difundir mis textos literarios en distintas publicaciones de América Latina, Estados Unidos y Europa. El Internet abre inmensas posibilidades para la comunicación y el arte, y me ha servido incluso para, por correo electrónico, organizar el VI Premio Internacional de Poesía “Nicolás Guillén” 2003.
Puedo mencionarte otra ventaja. Si alguna figura viene a la ciudad, accedo fácilmente a ella y me concede una entrevista. En el Distrito Federal y en otras ciudades rectoras del país, esto se vuelve tenso a causa de compromisos, distancias y agendas sin espacios. Los reporteros deben establecer citas con antelación o aguardar por instantes exclusivos para cumplir estos rituales dialógicos, y a veces sólo logran ser partícipes de una relampagueante rueda de prensa.
En Chetumal, he entrevistado —sin presiones de tiempo y en buenos ambientes— a artistas e intelectuales como Betsy Pecannis, Tania Libertad, Orestes López (Cachao), Albita Rodríguez, Ricardo Garibay, Emilio Carballido, Marggie Bermejo, Manuel Felguérez, Efraín Bartolomé, Yolanda Andrade, Alberto Blanco, Elena Poniatowska, Emmanuel Carballo, Héctor Aguilar Camín, María Teresa Linares, Tomás Urtusástegui, José León Portilla, Guillermo Rodríguez Rivera y muchos más. Tal vez esas conversaciones puedan considerarse un privilegio.
He vivido muchos años en esta ciudad. Aquí nació mi hijo Alejandro y he creado algunos libros, fundé una revista y un programa radiofónico, escribí un himno para la Universidad de Quintana Roo y organizo un concurso literario destinado a los países del Caribe, coordiné una peña artística y difundí en la prensa más de una década de vida cultural, tengo buenos amigos y varios sueños… Son múltiples vivencias que van quedando en la piel y en la memoria, que penetran el espíritu y la escritura, como el sol que se hunde en la bahía y dibuja la tarde.
Tovar (Aguascalientes, México, 1968). Maestro en ciencias —con especialidad en salud pública— por el Colegio de la Frontera Sur de México. Ha publicado artículos y ensayos de corte literario y científico en diferentes periódicos del país y en las revistas culturales quintanarroenses Sonarte y Tropo a la uña. Cursa un doctorado en antropología en Estados Unidos. Correo-e: filosaffair@yahoo.com
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1 Entrevista publicada en TROPO 33, Nueva Época, 2004.