Javier España: Aún no hay un poema afortunado en Quintana Roo

Miguel Ángel Meza

Javier España (Chetumal, 1960) es, junto con Juan Domingo Argüelles y Luis Miguel Aguilar, uno de los poetas más consistentes nacidos en Quintana Roo. Su producción poética es vasta y continua. El rigor formal de sus textos y su exigencia conceptual le han colocado en un lugar privilegiado en la entidad y le han consagrado el respeto de sus coterráneos, aunque, también, le han ganado una dudosa fama de difícil, de oscuro. En esta entrevista, Javier España habla de su formación filosófica —fundamental en su poesía—, define su posición ante el hecho poético y aclara su relación con la literatura y con los temas que lo obsesionan. España es autor de Presencia de otra lluvia (1987), Tras el biombo (1991), Siempre es tarde (1992), Travesía de fuegos perseguidos (1993) y Pronunciar de ofrendas (1994). Su libro Tributo del viandante apareció publicado este año en la colección Cuadernos de Malinalco; y recientemente dio a conocer Agonía de las máscaras en edición de la UQROO.

—Alguna vez afirmaste que tu poesía se aproxima a la reflexión filosófica, y que ésta provoca un tipo de lenguaje en apariencia hermético. ¿Podrías ahondar en esta semejanza  entre filosofía y poesía, siendo que en ambas actividades se accede a formas de conocimiento puro por caminos diferentes?

—La poesía es, en sí misma, ontológica: busca la definición del Ser, pero, como dices, a través de otros caminos: la música y la palabra al mismo tiempo. Ramón Xirau —un escritor de formación filosófica que ha escrito ensayos sobre poesía— dice que es absurdo dividir la emoción —cimiento de la poesía— de la razón —sostén de la filosofía—. Leer un texto filosófico puede provocarte una emoción y leer un poema una reflexión. Mi poesía parte de una forma filosófica, no de un fondo filosófico, porque todo de alguna manera lo es. Eso se debe a mi formación.

Más que renombrar al mundo exterior de una manera poética, en tu poesía recreas un mundo interior muy personal, el que se refiere a la parte más racional. En este sentido, se cumple el axioma que afirma que la poesía es revelación. Revelación de una parcela del Ser que anda en busca de una forma. Sin embargo, percibo una suerte de enigma en cada uno de tus poemas, símbolos que el lector debe esforzarse en descifrar para tener acceso, él también, a esa revelación. ¿El Ser se expresa necesariamente en “figurante lluvia de acertijos”, herméticamente? ¿Sólo los iniciados pueden tener acceso a él?

—La poesía es lenguaje cifrado. Difícilmente una persona sin formación literaria puede entender un texto poético de cualquier nivel. Son niveles de lectura. Mi poesía puede considerarse hermética, no tanto formalmente, por la cuestión barroca, sino por la cuestión conceptual, algo que mencionas. Pero no creo que haya que descifrar el poema. Mi poesía sí es de interiores. Xavier Villaurrutia decía: me pierdo en el paisaje; a mí me sucede exactamente igual. Por lo general, cuando haga referencia a objetos cotidianos, lo más a lo que puede llegar es a las ventanas. No soy un poeta paisajista, la descripción me cuesta trabajo. Cuando intento ser descriptivo lo hago a través de imágenes de otro carácter. Más que sensibles, mis imágenes son inteligibles. El que mi poesía sea de imágenes interiores, lo hace estimulante, pero no intento ser difícil. Esto provoca una reacción en el lector, de eso estoy seguro.

—¿Para quien escribes?

—No sé quién sea mi lector, pero sé que tengo lectores, si no, no escribiría. Alguna vez decía a Juan Domingo Argüelles que no me preocupaba tanto el número de lectores; alguna vez fui el único lector de mi poesía. El concepto de lector es un arquetipo: un lector es El Lector.

—Los críticos han destacado tu obsesión por la imagen casi pura, tu autoexigencia formal y la búsqueda de un efecto sonoro perfecto. ¿Esta disciplina formal no te llevó a un estilo frío y quizá demasiado cerebral, a una poesía desnuda de emoción, sobre todo en los tres primero libros?

—En poesía no puedes inventar tu estilo. Todas las fuentes del conocimiento llevan a descubrir lo que somos. Yo no puedo ser ni escribir de otra manera sólo para que a la gente le guste. No es una de mis preocupaciones. Sí sé que envío un mensaje y que hay un receptor. Esta discusión está, hasta cierto punto, gastada y resulta a veces un poco irritante. No creo que haya un verdadero poema desnudo de emoción. En la Evolución creadora, Bergson entiende que la emoción, humanamente hablando, es un nivel de abstracción. En mi poesía hay un principio de causalidad. Mi poesía no es apasionada, arrebatada o que arranque aplausos. Pero me gustaría que quien dice que es fría, tuviera la capacidad de penetrar un texto y me dijera por qué es frío y planteara mejor qué trato de decir con ella. En mis textos hay emoción, si quieres intelectualizada, pero hay emoción.

—¿Esta impresión se debe quizá a la meticulosidad de tu discurso y a tus versos pulidos y monorrítmicos…?

—Insisto: debemos tener mucho cuidado con los textos que se llaman emocionales y que, a partir de ahí, son calificados como buenos. A mí me siguen emocionando Muerte sin fin, un poema totalmente denso, y el texto de Sor Juana, Primero sueño, muy metafísico. Me emociona muchísimo que algo así me lleve a esos márgenes de reflexión. Hay que diferenciar esta emoción de las otras emociones, tan inmediatas que pronto son superadas. Da miedo, por ejemplo, leer poemas amorosos de escritores definitivos, que no te dicen nada, La emoción amorosa, manejándolo como ejemplo, de pronto se ha vuelto muy cotidiana. Se puede escuchar de labios de una cantante juvenil una expresión hasta más creativa que un verso de un escritor famoso equis. Hay que tener mucha prudencia en esto, si no se cae en la chabacanería. Parece que muchos piensan que primero hay que tener una propuesta emocional en un texto antes de decir algo. Yo me encuentro con textos profundamente emocionales que no tienen nada que ver con la literatura: no hay ningún tipo de sugerencia creativa ni connotativa.

En cuanto a que mis textos son un tanto monorrítmicos, ahí sí hay un trabajo intencional. Es la intención de escribir oracionalmente: yo necesito un sujeto, un verbo y un predicado. Hay por un tipo de enlace o una negación sintáctica, pero si yo me atreviera a manejar otro tipo de figuras retóricas —hipérbaton, elipsis o algo así— quizá entorpecería mi diálogo con el lector. Además, pienso así: debo tener un sujeto detonante para poder desarrollar mi tema. El discurso filosófico es igual: es oracional, parte de definiciones. Es el tipo de discurso que hay en mi poesía. De ahí que algo que me gusta de mis textos sea que no titubeo. Puede que mi verso deje ahí tendida la reflexión, pero no hay titubeo de contradicción. Uno debe decir lo que tiene que decir, eso sí, con todo el rigor formal de que es capaz.

—En 1991 afirmaste que Tras el biombo contiene un lenguaje sumamente onírico. Textualmente dijiste que los poemas ahí contenidos “son sueños descubiertos” ¿Podrías ampliar este comentario?

—El sueño es una constante en mi poesía, un símbolo permanente. Cuando digo que mi poesía es onírica es porque creo que el sueño es una prolongación de nuestra realidad, no sólo sensible sino también intelectual. Hablo del sueño como un signo, una prolongación de la realidad donde yo pueda encontrarme como parte del Ser. De ninguna manera mis poemas intentan ser vanguardistas. No manejo la imagen onírica como recurso surrealista o de sorpresa. Quiero que forme parte de un cuerpo verbal. Por eso no siento que haya un desequilibrio cuando incorporo una imagen así. Ni creo que el sueño sea, como consideran muchos poetas, un estado de la muerte. Más bien pienso que el sueño es una extravagancia que hace con nosotros lo que quiere. Esto siempre me ha provocado inquietud. Hubo una etapa, decisiva para mí, cuando leí a Sor Juana, en que el lenguaje de mis sueños estaba escrito en endecasílabos. No trataba de llevar eso al papel, sino de encontrar una significación, de descifrarlo. Mis lecturas inciden en mis sueños. Antes apuntaba mis sueños en una libreta y los clasificaba por temas, siempre buscándoles una significación, no para transcribirlos, sino para reflexionarlos: la angustia, la esquizofrenia cotidiana, en fin, toda clase de miedos…

—¿Aceptarías que se dividiera tu evolución formal en dos etapas, una conformada por tus tres primeros poemarios Presencia de otras lluvias, Travesía de fuegos perseguidos y Tras el biombo, y la otra que comenzaría con tu cuarto libro Pronunciar de ofrendas?

—Sería muy esquemático; de pronto tendría que dividir un montón de cosas. Si yo siento que la poesía es esencialmente ontológica, no puedo hacer divisiones de esa clase.

—Me refiero al ámbito formal…

—Ni siquiera en el ámbito formal. Pronunciar de ofrendas no es un libro último: contiene poemas que escribí en mi juventud, cuando tenía dieciocho o diecinueve años. Haber retomado esos textos y trabajarlos con la experiencia formal que tengo ahora fue hasta divertido. Hubo textos que retomaban mi pasión por la sociedad. En estos poemas se refleja lo que ya soy: puedes encontrar el poema amoroso y el social y, a pesar de eso, no soy un poeta volcado. Eso tal vez habla de un tipo de personalidad. Este libro surge al margen de lo que estoy haciendo. En algunos poemas se filtra la intención premeditada por la imagen. Incluso hay por ahí algunos poemas muy ligeritos que sorprendieron a compañeros acostumbrados a leerme de otra manera. No me gustaría dividirme en etapas. Algún día me gustaría hacer una antología. Seleccionaría cuatro poemas, los últimos de mi primer libro, publicado hace diez años. Me hubiera gustado escribirlos ahora. A veces, en lo que hago hoy, no encuentro ese nivel, esa elevación.

—¿En qué momento sientes que ya está terminado el poema? He notado que en prácticamente todos tus textos hay una extensión muy uniforme: en el verso y en el mismo poema.

—Sí, me he dado cuenta. Muchos de mis poemas tienen, por ejemplo, cinco tercetos y además cita en verso blanco. Ahí es cuando uno se pregunta hasta qué momento la forma puede estar restringiendo tu palabra. En mi caso no creo que sea así. Se debe más bien a una profundidad de aliento. No sé cuanto tiempo le lleve suspirar o pensar a cada persona, pero si se midiera sería más o menos exacto. Cuando escribo el poema voy encerrando el concepto, casi persiguiendo el final y por lo general me da la misma extensión. Es algo que no me puedo explicar. Lezama, citando a Valéry, decía que sólo un accidente termina un poema. Uno nunca sabe cuándo termina el poema.

—Y a la inversa ¿en qué momento sientes que estás a punto de escribir un poema? En tu proceso creativo ¿qué tan importante es la inspiración?

—Voy a revelar un poco mi metodología de trabajo. He estado releyendo conceptos acerca de lo que es el Ser para los filósofos. Anoto las definiciones. Luego las reflexiono; de esta reflexión trato de hacer derivaciones poéticas. Leo de todo, pero ahora, más que nunca, filosofía. Por ejemplo, ahora he releído a Bergson. Él dice que las ideas y las formas son sinónimas, que son la realidad del mundo tangible. Después de esto han quedado muchas cosas firmes para mí, en el sentido de que no debo tener miedo de escribir como escribo. En cualquier momento puede surgir el texto.

Ahora, el concepto inspiración ha sido muy discutido. Para no entrar en polémicas semánticas, lo entiendo como ese primer momento en que surge el impulso o la idea para escribir algo. Es un punto de partida y se le puede poner el nombre que sea, pero lo que se ha llamado tradicionalmente inspiración te ayuda a comenzar un texto, no a terminarlo. Esta última etapa requiere incluso diversos tiempos: puedes comenzar un texto y terminarlo meses después. Lo que se requiere es trabajo y ahí empleas los recursos de conocimiento que tengas. “Inmóvil fugitiva”, un poema mío, surgió a raíz del comentario de uno de mis alumnos. Acababa yo de explicar la teoría de Parménides acerca de que el movimiento no existe. Tenía una canica a mi lado y se acera un muchacho. Toma la canica y me dice “Maestro, ¿se movió o no se movió? Y me comenta que su novia acaba de irse y tuvo que haberse movido. Esto me motivó una reflexión y a partir de ahí surge el texto.

—¿Necesitas condiciones especiales para escribir?

—Eso es muy subjetivo. Por lo general no recuerdo cuando escribo. Puede haber ruido o silencio. He escrito platicando, claro, un texto que no se va terminar en ese momento, pero si el tema, me lo sugiere, de pronto voy cayendo en el campo de la abstracción.

—¿Lees a los poetas de tu generación o sólo a los consagrados?

—Sí, leo a mis contemporáneos. Creo que hay poetas muy buenos. Decir nombres siempre es comprometedor, pero… por ejemplo, Jorge Esquinca y Ernesto Lumbreras son poetas buenos, jóvenes de treinta y pico de años. Ahora, de cuarenta años para arriba, me siguen gustando mucho David Huerta, Roberto Vallarino y, por supuesto, los de siempre: Octavio Paz, Jaime Sabines, Alí Chumacero, Rubén Bonifaz Nuño, poetas que hay que leer y releer. Antes leía cinco horas diarias, ahora sólo puedo dedicarle a la lectura tres y eso me angustia, pero leo hasta lo que se publica aquí, en el estado, y a veces me da gusto encontrarme un verso afortunado; poemas afortunados creo que no ha habido. Desde mi punto de vista, creo que hay muchas imágenes a las que les falta madurar. Ahí es cuando piensas que debería haber un proceso de espera, aguardar, no ser tan apresurado. No hay por qué: la literatura te espera.

—¿Qué opinas de la metodología de los talleres literarios y cuál crees que es su función en la formación de futuros escritores?

—Yo creo que lo más importante es la convocatoria. Un taller es válido por el simple hecho de reunir a un número de gentes que ya están renunciando a la enajenación cotidiana para decir las cosas de nuevo. Si ahí encuentran la experiencia de alguien, muy responsable, para un acercamiento a la literatura, entonces todas las metodologías son válidas. Pero no hay que dar pistas falsas. Hay que decir que la literatura requiere una disciplina de conocimiento, aunque sea elemental. Difícilmente se podrá escribir un poema si ni siquiera se sabe escribir bien. No se le puede decir a la gente qué es una imagen si no sabe ni siquiera qué es una oración, gramaticalmente hablando. En los talleres literarios a veces se sistematiza demasiado. Sistematicidad es una palabra que me aterra: es antidialéctica. No se puede decir: “para escribir un poema hay que dar los siguientes pasos”. No se puede dar recetas de cocina. El taller tiene que ser otra cosa, a partir del conocimiento y las lecturas.

—¿Cuáles fueron tus primeras lecturas y qué tanto influyeron en tu decisión de escribir poesía?

—Bueno, yo tuve una ventaja social. Mi padre fue maestro de literatura. Recuerdo siempre mi casa con libros. Yo leía mucho las aventuras de Julio Verne. Si me portaba bien, mi padre cada quince días me compraba libro sobre las aventuras de Sherlock Holmes. Leía mucha narrativa. En la secundaria fue distinto: ahí te estereotipan un poco. En cambio, la preparatoria fue fundamental porque encontré a gente ya con ciertos “desarreglos”, gente que en lugar de leer libros de texto leía libros de poemas. En esa época comencé con los poetas franceses. Después mis lecturas, ya en los talleres literarios, fueron conducidas. A eso me refería cuando hablaba de los coordinadores responsables.

—¿Qué autores han sido fundamentales para la formación de tu estilo?

—Los poetas franceses, Mallarmé, por ejemplo. Luego, encontrarme, en la juventud, a Lezama Lima. Mucha gente habla de Lezama, pero pocos lo leen. Sólo lo difícil es estimulante, decía el propio Lezama. Pero él no es tan difícil: es descifrable. Más, cuando ya tienes un conocimiento del arte poética. Yo releo a Lezama continuamente. Otro escritor para mí definitivo es Jorge Luis Borges. Borges hace algo que yo no soy capaz de hacer: reflexión filosófica con lenguaje coloquial. No sé cómo demonios hace eso. Yo quisiera, dentro de mis posibilidades, hacer eso, pero se mete mi formación barroca.

—Has mencionado varias veces esa palabra, ¿cómo entiendes lo barroco en tu poesía?

—No como algo hermético. ¿Cómo puede ser hermético algo que cada vez te da más? Acabo de releer Paradiso, en la edición anotada de Cintio Vitier, y lo disfruté muchísimo. Creo que la vida es barroca y mi entorno también lo es. Aquí está uno sitiado por lo híbrido y lo colorido. Vivir aquí es una fiesta, decía Lezama…

—Eso tiene también que ver con un fenómeno de la época: vivimos en una cultura ecléctica…

—Claro, tenemos la obligación de ser híbridos. Yo soy ecléctico. Filosóficamente yo tomo lo que me sirve para vivir. Claro, creo que la filosofía ecléctica no existe, pero el arte sí lo es…

—¿A qué poeta te hubiera gustado conocer?

—Me hubiera gustado conocer a Lezama Lima, me hubiese gustado, sobre todo, escucharlo. He leído muchos libros sobre su obra y sobre él, sobre su cotidianidad, sobre cómo se comportaba y era fascinante. Me hubiera gustado verlo trabajar, ver sus puros y su sillón gastado, verlo en su entorno.

—¿Llevas algún tipo de vida literaria?

—No. Descreo de la bohemia. Se pierde mucho el tiempo, te agotas físicamente. Como dice Sabines: yo tengo mis propios alucinantes. Mi vida es leer y observar. Sí me gusta hablar con la gente, aunque se piense lo contrario, pero termino hablando siempre de literatura. Para mí la literatura es la vida. Soy muy denso, mis amistades son pocas. Se me ha acusado de soberbio, pero lo soy como lo puede ser todo el mundo. Y en cuanto a vicios no tengo, ni siquiera físicos. El alcohol, por ejemplo. Amigos míos con los que converso y que han estado tomando, luego de un tiempo ya no comparten su lucidez conmigo. Es cuando siento que la bohemia se vuelve nuestra enemiga. No es una actitud puritana; me gusta que estén alegres, pero cuando se pierde la lucidez, es mejor dejar la plática para otro momento.

—¿Cuál es tu reflexión acerca de la poesía mexicana actual?

—Yo creo que, en Latinoamérica, es la mejor, y una de las más importantes del mundo. Siempre lo ha sido. El hecho de que le dieran a Octavio Paz el Premio Nobel es un reconocimiento a eso. Al margen de su ideología, política, era indiscutible que Paz lo merecía. Cuando Paz habla de política es un Yo, pero cuando hace poesía es un Nosotros. A Paz hay que leerlo bien, con detenimiento, con humildad. Nunca ha habido etapas malas en la poesía mexicana.

—Javier, ¿para qué sirve la poesía?

—No creo que tenga un carácter funcional. Hay gente que lee o escribe poesía para sentirse bien, otra lo hace para sentirse y otra lo hace para sentirse y pensarse. Son distintos niveles de expresión. Yo necesito comer, amar, necesito una mujer, en fin, y la poesía define todo eso. No creo en las definiciones, pero estoy de acuerdo en que la poesía es revelación y conocimiento. Yo creo que hacemos poesía para salvarnos, como decía Borges. Ese es nuestro deber: salvarnos y definirnos. La pregunta es para qué. No lo sé todavía. La poesía es esa búsqueda infinita para decirnos todos los días a nosotros mismos. Por eso no me explico el mundo sin poesía. No entiendo cómo los artistas no leen. Me he topado con músicos, con pintores, que no leen literatura. No lo comprendo.

—Utilizas mucho la palabra “miedo” en tus textos.

—Sí. Necesitaba enmarcar en una sola palabra lo que es la angustia, la soledad, la muerte, sin utilizar la terminología romántica. Por ejemplo, la otredad significa esa búsqueda: saber quién soy, y me angustia pensar que no logrado aún expresar ni siquiera un perfil de mi rostro ontológico.

—¿En que estás trabajando en estos momentos?

—Estoy escribiendo un texto largo, el más ambicioso formalmente. No importa si en algunas partes dejo de decir lo que yo quiero. Pero deseo que sea un solo poema, de muchas páginas. Llevo un año escribiéndolo. Es una ambición muy personal y quiero que madure conmigo. Lo voy a publicar dentro de diez o quince años, porque sí quiero publicarlo.

—Regresaste al tema amoroso en Agonía de las máscaras. ¿Cuál fue tu motivación para hacerlo?

—Intenté manejar el tema amoroso, no tan abierto como en Pronunciar de ofrendas, sino como una reflexión filosófica, a partir de la idea del amor en Hegel. Para Hegel enamorarse es una forma de enajenación, en el sentido de ser ajeno para sí mismo. Cuando no estamos enamorados, dice, somos un Ser para sí, y cuando lo estamos somos un Ser en sí, es decir un ser para otro, un ser enajenado. Esto tiene que ver con la entrega, como la entendemos nosotros. Pero Hegel va más allá y dice: el amor —no el enamoramiento— es Ser para sí-Ser en sí-Ser para sí, cerrando de esta forma el círculo dialéctico. O sea, el amor por otra persona hace que también seas tú mismo. En poesía, lo importante es detenerse y reflexionar. Antes yo hacía poesía que no se detenía, poesía a la que yo llamo, sin que sea peyorativo, de asuntos o paisajista. Si tratas del árbol es porque te preocupa a un nivel conceptual. Por ejemplo, tengo ahora deseo de hablar acerca de este mar debido a algunas fijaciones de color y emociones, pero no sé aún cómo escribirlo. Pero lo haré hasta que yo pueda decirlo. Si no, se vuelve a caer en el símil fácil, plano. A lo mejor yo quiero hablar del vacío de estar frente al mar y entonces inevitablemente regreso a mis preocupaciones filosóficas y existenciales, por ejemplo, la muerte, una de las más importantes. Me preocupa la muerte. Yo no quisiera morirme nunca. Hay mucha gente aquí que no quisiera dejar. En este deseo encuentro una definición de vida. Y la literatura es eso; el arte es lo humano que no se quiere morir. La memoria del hombre es el arte. Siento que el ser humano todavía vale la pena…

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1 Entrevista publicada en TROPO 2, Primera Época, 1998.

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